Capítulo 4

Mitsue casi jadeó frente al espejo. A su lado, Kim Eun-Hye, su compañera del club de Artes Marciales, sonrió satisfecha, entrecerrando sus pequeños ojos marrones.

—Y los anteojos, más o menos, ¿por qué?

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé, son lindos.

Por supuesto, porque ese era un maravilloso y muy convincente motivo, ¿verdad? Arrepentido de haberle pedido ayuda a la única mujer, después de Shiori y Akane, que conocía lo suficiente como para atreverse a hacerlo, él se los retiró. En dos horas tenía que ir a la floristería, por Isabella, y aún no decidía qué ropa usar. No que le importara demasiado o fuera vanidoso; tan solo pretendía darle una buena impresión. Después de tantas discusiones sin sentido, que él inició, al menos una vez quería tener un momento de paz junto a ella.

Respirando profundo, Mitsue juntó los párpados. Ella se mostró sorprendida cuando él aceptó llevarla a cenar, pero ¿quién no? Cualquiera en su lugar habría creído que la rechazaría de la forma más descortés posible. Aunque no fue así. ¿Cómo hacerlo, cuando se trataba de ella? Porque Mitsue estaba seguro de que, si hubiera sido cualquier otra mujer, la habría mandado al demonio de inmediato. No obstante, con Isabella…

No, simplemente no podía.

Ella le gustaba. Eso resultaba evidente hasta para Shiori, que por lo general no se metía en sus inexistentes problemas amorosos. Incluso peor, era tan notorio que no podía negárselo a sí mismo: ella le agradaba tanto como para atreverse a incluirla en su cerrado círculo de amigos. Tanto como para atreverse a confiar.

Irritado consigo mismo, abrió los ojos. No, de eso nada. Tan solo sería una maldita cena, disfrazada de cita. Luego de eso, ella estaría satisfecha y ambos se olvidarían del asunto.

Pero deseó que no fuera así.

Se recogió el cabello de forma descuidada y se peinó el flequillo que le cubría la parte izquierda la cara. Listo.

—¿En serio? —Eun-Hye hizo rodar los ojos—. Tienes una cita, ¡con una mujer!, no puedes ir solo así.

Mitsue le dedicó una mirada apática. ¿Y eso qué mierda significaba? Hasta donde sabía, jamás le dio motivos para creer que, Dios se apiadara de su alma si lo hacía, él era gay.

—¿Y con quién más podría tenerla, un perro?

Eun-Hye no se percató de su error.

—Pues, qué sé yo. Todo este tiempo he creído que eres asexual, imagínate mi sorpresa cuando me llamas pidiendo ayuda. Tú, el señor no-necesito-de-nadie-soy-todopoderoso-mortales-idiotas. Aún más, cuando me dices que se trata de una mujer.

Mitsue se apretó el puente de la nariz, implorando paciencia. Para llamarse Eun-Hye, sin dudas, ella no era nada gentil.

—Bueno, es que…

Ella aplaudió.

—Ya, pero dime la verdad: ¿nunca has tenido una cita, con nadie? —Mitsue negó—. ¿Jamás?

No. Siempre que una mujer se interesaba en él, Mitsue ponía todo su empeño en alejarla. Claro que se sintió atraído por algunas, a lo largo de los años. Incluso Eun-Hye. Pero el miedo no le permitía acercarse. Siendo honesto, ¿cómo, si llevaba su pasado tatuado en la frente? A veces se sorprendía de que nadie se hubiera dado cuenta. ¿En serio no percibían lo que él era? Una puta usada. Sin ningún valor, más allá de su cuerpo, ese que estaba sucio y lleno de cicatrices que él mismo se hizo, para no ser deseado, nunca más. Porque ser deseado dolía como el infierno. Y ya no quería sufrir. Ese pensamiento, sumado a sus recuerdos, casi lo hacen ceder. ¿Qué tanto se enojaría Isabella si cancelaba su cita?

Eun-Hye movió la mano, frente a su cara, haciéndolo reaccionar.

—Te estoy hablando, Shiromitsu.

Mitsue bufó.

—No me digas así.

Eun-Hye lo ignoró por completo, lo usual.

—Te digo como yo quiera. Ahora, respóndeme.

—¿Qué cosa? —No había oído ni una palabra.

Eun-Hye se palmeó la frente.

—Que si nunca has besado.

Mitsue apretó los labios. ¿La verdad? Su experiencia se resumía en una cosa: tener que satisfacer a un enfermo de mierda, para proteger a Shiori. Por lo que…, sí, estaba malditamente seguro de haberlo hecho antes. ¿Con una mujer? Esa era otra historia.

Negó, de nuevo.

—¿Eres virgen? —Eun-Hye se lo quedó mirando, como si fuera un alienígena—… ¿En todos los sentidos?

«Daría lo que fuera por volver a serlo», pensó. Esas preguntas removieron las imágenes que todavía no enterraba del todo. Y en cada una él estaba de rodillas, siendo maltratado. Dominado. Utilizado.

«Esto es todo lo que eres, Naori: mía. Mi mujer». Las palabras resonaron dentro de su cabeza, atormentándolo. Aún ahora, él seguía sin saber quién demonios era Naori. Seguro otra pobre víctima, un alma pura que terminó manchada por el deseo de un enfermo bastardo. Tratando de no hacer caso a sus recuerdos, Mitsue fingió una media sonrisa; aunque por dentro el infierno estuviera quemándolo.

Él solo quería un momento de paz, donde los recuerdos no le destruyeran el alma.

Un día sin dolor.

—Sí. —Una completa mentira, ella no tenía por qué saberlo—. Nunca he besado, no me he acostado con nadie. Ni siquiera me masturbo. ¿Ya? Puedes reírte de mí.

En lugar de eso, Eun-Hye esbozó una sonrisa cálida. Y, ahora, ¿qué le sucedía? De por sí, ella era bastante anormal; pero en ese instante casi sintió… pánico.

Gaijin afortunada. —Rio—. Olvida los anteojos. ¿Dónde está tu suéter gris, el que es ancho?

Mitsue parpadeó, confundido. ¿Esa era una señal, era ahí cuando se echaba a correr para salvarse del fin del mundo?

—Y tú, ¿cómo sabes que es extranjera?

La expresión en el rostro de Eun-Hye heló cada uno de sus huesos.

—Shiromitsu, vi cómo la mirabas el otro día, mientras comían con tu grupo. Es linda. Ahora…, ¿dónde está tu suéter?

[***]

Isabella se estiró un mechón de cabello y jugueteó con él, a la espera de Mitsue. Todavía faltaba más de media hora y ella estaba impaciente. Quizá fuera un poco tonto, hasta infantil; sin embargo, le emocionaba la idea de tener una cita. No con cualquiera, sino con él.

«Eso, porque eres masoquista».

Para nada. Tan solo era curiosidad y el deseo de desquitarse, claro.

«Admítelo: te gusta el chico que te trata como a un pedazo de mierda».

Podía ser, pero un poquitito nada más. No demasiado.

«¿A quién engañas?».

A sí misma, por supuesto.

Isabella se frotó los párpados. Jesucristo, ¿qué estaba pasando con ella? Bien, Mitsue era atractivo y varonil; además de que tenía una voz ronca y profunda que erizaba cada parte de su cuerpo. Aun así, era un odioso del averno y esa no era una cita; solo una maldita cena, que ella le obligó a aceptar.

Un momento, no recordaba haberle forzado. ¿O sí? Estaba bastante segura de que ni siquiera insistió.

«No necesitabas hacerlo, tu mirada suplicante lo decía todo».

Podía ser, no obstante… Isabella chocó la frente contra el cristal del mostrador. Odiaba con todo su ser estar nerviosa. Le hacía comportarse como una enferma mental, recién salida del sanatorio. Aterrador.

«Conciencia, ¿tratas de asustarme?».

Francamente, ¿qué le sucedía?

«Trato de que entres en razón, antes de que sea demasiado tarde y termines enamorada de alguien a quien seguro le importas un pepino. No quiero que cometas el mismo error, ¿recuerdas?»

Por supuesto, lo hacía. La imagen golpeó su memoria, causándole dolor emocional. Fue tonta en el pasado, lo cual casi la llevó a acostarse con un imbécil que solo quería coleccionar sus bragas de Hello Kitty. Pero ya no era la misma del año anterior. Aunque continuaba siendo extrovertida, bromista y risueña; había madurado al extremo de volverse desconfiada con los hombres. Hasta que lo vio a él y toda su determinación se fue por el excusado. Entonces, ¿qué era diferente, en verdad? Nada, excepto que ya no se trataba de un rubio ardiente; sino de un japonés malhumorado que no la toleraba.

Eso tenía que contar, ¿cierto?

«No lo hace. No te enamores, Isy. Tú y yo sabemos que los hombres, menos papá, son todos unos idiotas que solo quieren sexo. Valemos más que una noche de pasión y el eterno olvido».

Sin embargo, ella no estaba enamorada de Mitsue. Él solo le atraía de un modo escandaloso y que le avergonzaba. No había nada más, ningún sentimiento. Por otro lado, solo iban a pasarla bien o intentarlo al menos, quizá hacer las paces y ser amigos… o lo que fuera que Mitsue tuviera. Nada más. Trató de convencerse con esa idea.

Aunque le costó horrores hacerlo.

Cuando la campanilla de la puerta sonó, ella sintió que el corazón se le salía por la boca. Temerosa de levantar la mirada, se mantuvo con la frente unida a la vidriera. No quería verlo. Sí, era lo único que podía desear; pero a la vez se sentía tan ridícula, humillada por sí misma e infantil, que temía encontrarse con su mirada indiferente y que todo eso se multiplicara.

En el segundo en el que oyó un suspiro que exhibía la más grande de las molestias, lo único que pudo hacer fue implorar que la tierra se abriera para tragársela.

En definitiva, Dios la odiaba.

—¿Nos vamos?

Santa Virgen de las Rosas. Isabella se mordió la comisura del labio, en un gesto de profundo nerviosismo, y se preparó para darle la cara. ¿Qué demonios tenía, que incluso las prendas más simples lo hacían ver como salido de una revista de moda? Con un jean negro, ajustado y roto en las rodillas, un suéter blanco sin aberturas y otro de un tono gris plomo encima; apenas abotonado, él lucía… Increíble. Fuera de eso, llevaba una cinta ancha en la cabeza y el cabello suelto, hacia atrás con algunas hebras enmarcándole el rostro.

«¿Ves, conciencia? Uno, simplemente, no puede ignorar eso». Todo eso.

Eh…—Parpadeó, para centrarse—, sí. ¿A dónde?

Mitsue movió un hombro, restándole importancia.

—Por ahí.

Isabella bufó. ¿En serio? No se había dado cuenta del hecho. Estúpida de ella, ¿cómo podía ser tan idiota? «Por ahí, ¡gah!». Por favor, eso era maravilloso. Debía de ser un lugar increíble, con vista al mar. Sí, porque Por Ahí, era la sucursal del cielo, y los mortales como ella no tenían permitido verlo todos los días. Realmente, ¿toda esa antipatía era natural? ¿Dolía tanto ser un poco más amable?

—Nooo me digas.

—Entonces, nooo preguntes. —Le costó más de lo esperado fingir naturalidad.

Ella se veía… ¿Por qué cuando se trataba de Isabella, siempre se quedaba sin palabras? Ah, mierda, debía de ser porque ninguna la describía en su totalidad. El vestido de color rojizo, resaltaba sus curvas de una forma que no creería posible de no estarlo viendo. Peor aún, avivaba el color verde de sus ojos, haciéndolos incluso más llamativos y seductores. Fuera de eso, llevaba el cabello suelto sobre los hombros, aunque tenía recogida una parte con una cinta, y las puntas se ondulaban encima de sus abultados pechos.

Como si ella lo necesitase, más que nunca le pareció una princesa.

Le costó respirar, todavía más cuando Isabella inclinó la cabeza hacia un lado y se lo quedó mirando irritada, a la espera de una respuesta. Y aunque carraspeó, ni siquiera eso fue suficiente para distraer su atención del escote en forma de lágrima, que dejaba en evidencia la V de sus senos. Unos que, por cierto, tenían los pezones erguidos y apretados, sobresaliendo a través del suave tejido.

«Soy un maldito depravado». ¿Se suponía que debía sentirse de esa manera, con el corazón latiéndole como loco y la garganta seca? Hasta donde recordaba, no.

—¿Mitsue? —Isabella frunció el ceño—. ¿Qué tienes?

Él parpadeó, saliendo de su encanto.

—¿Qué?

Isabella extendió la mano, para palparle la frente, él retrocedió. Nadie, jamás, lo tocaba. Ella la retrajo de inmediato, triste.

—Perdón…, es que estás rojo. ¿Te sientes bien?

«No». A menos que estar bien implicara un cúmulo de sensaciones que comenzaban a marearlo.

—Sí. —¿Por qué solo sabía mentir, cuando estaba con ella?—. Vámonos. Hice reservaciones.

Isabella afirmó, despacio. Con él siempre sería igual, ¿cierto? Nunca le permitiría acercarse, ni siquiera como amigos. Y, bueno, ¿pretendía otra cosa? Nunca. «Tus bragas de Hello Kitty, ¿recuerdas?». No iba a olvidarlo.

No se dejaría engañar, por ningún hombre, de nuevo. Aunque algo le dijo que Mitsue no estaba interesado en ella de ese modo. Ni de ningún otro. ¿Sería gay? Eso lo explicaría.

Deseó que sí. Solo de esa forma lo vería como algo prohibido.

—Vamos.

Caminaron en silencio, uno junto al otro, evitando mirarse. De haber estado saliendo, eso habría sido justificado. Los amantes japoneses siempre tenían esa actitud tímida; pero ellos no eran nada, ni siquiera amigos, por lo que resultaba más incómodo todavía.

Mitsue quería hablarle, sin embargo, no tenía idea de cómo acercarse a una mujer sin ser hiriente. Y ya no quería actuar de ese modo con Isabella. Estaba cansado. Por lo que giró la cara y le dedicó media sonrisa, sincera, sin un rastro de arrogancia. Ella le correspondió. En ese instante, el silencio se volvió acogedor. ¿Podría ser así por siempre? Mitsue lo tuvo claro apenas un par de hombres la miraron: no. Ella era demasiado para alguien como él. Siendo franco, ¿qué le hacía pensar que Isabella se fijaría en su insignificante humanidad? Todo lo que le quedaba era seguir fingiendo indiferencia y tratar se continuar hacia adelante, con el dolor que le carcomía el alma.

Pero él deseaba, con cada latido del corazón, que Isabella volteara a verlo, como a un hombre de verdad. Que lo hiciera sentir como uno.

Llegaron a un restaurante italiano, al que él iba con Shiori para celebrar su propio cumpleaños. Apenas estuvieron en la puerta, Isabella se giró, para verlo con los ojos muy abiertos y un gesto de incredulidad.

—¿Es una broma? —No quiso sonar como una bruja cascarrabias, aunque lo hizo.

Mitsue arrugó el entrecejo. ¿Qué, no le gustaba? Maldita mierda. Perfecto, lo había arruinado.

—Yo…

Antes de que pudiera continuar, Isabella se lanzó sobre él y lo estrechó en un abrazo tan sincero que lo paralizó. Nadie fuera de su hermana hacía esas cosas, pero incluso ella se limitaba porque sabía lo mucho que él repudiaba el contacto físico. Y con todo, Mitsue no fue capaz de alejarla. Suspirando, cerró los ojos e inhaló su dulce aroma, disfrutando del toque suave que Isabella le ofrecía. Por primera vez en años él deseó permanecer así… para siempre.

Al percatarse de su error, Isabella se alejó avergonzada, esperando el habitual menosprecio de Mitsue. Nunca llegó. En su lugar, estaba sorprendido, viéndola como si… fuera una diosa. Y mientras él desviaba la mirada hacia sus propias manos, ella retrocedió avergonzada.

«¿Qué te pasa?». ¿La verdad? No tenía idea.

—Lo… lo lamento. Es que amo la comida italiana y… ya sabes…

Él asintió.

—No… —La voz le salió tan baja, que incluso le costó oírse, por lo que elevó el tono—. No te preocupes.

Ella lo había tocado. No, más que eso: Isabella lo abrazó un largo rato. La sensación era tan extraordinaria que incluso le costó dar el primer paso hacia el restaurante. Sin embargo, no podía acostumbrarse a esos detalles porque no ella sabía quién o qué era él. Para ella, no era más que un hombre normal. Pero no podía estar más equivocada. No era nada de eso, no tenía valor. ¿Habría reaccionado igual de saber sobre su pasado? No por lo que le hicieron, sino por lo que él hizo: el dolor que le causó a Shiori; las lágrimas que le obligó a derramar.

Y pensar que, para él, Isabella era la completa perfección. Una que jamás tendría en su vida.

¿Por qué se rendía incluso antes de intentarlo? Tal vez porque ese era su destino y nadie luchaba contra él… o al menos, nadie lo vencía.

Estaba condenado.

En la mesa, Isabella evitó verlo a los ojos. Estaba siendo ridícula; no obstante, junto a él se sentía tan diferente. Como si nada más importara, ansiosa por su atención. Incluso más, por descubrir el porqué de su actitud estoica y cruel.

«No te enamores, Isy. Braguitas de Hello Kitty, no lo olvides». Sin embargo, no estaba surtiendo el efecto deseado. En lugar de eso, ella alzó la cara y lo observó en silencio, mientras que él hablaba con el camarero. Al final, lo dejó escoger, para que la sorprendiera.

«Lo hiciste, ¿cierto?».

Mitsue fijó su intensa mirada en ella, haciéndola tragar con dificultad el poco de vino que había tomado. Y, por primera vez en lo que llevaba conociéndose, él le sonrió completa y verdaderamente. Sin un rastro del muchacho que conoció dos semanas atrás. Inclusive sus ojos y el resto de su rostro se iluminaron, confiriéndole un aspecto más inocente, casi… infantil.

«Oh, Jesús, ayúdame». Estaba perdida.

Y le aterraba que fuera de ese modo. Un año atrás, Nikita, quien juraba amarla, le había roto el corazón, tanto que le costó mucho recuperarse. Y ahora…, se había enamorado sola, de un hombre que jamás se fijaría en su existencia; porque para él no era más que una rubia tonta que no valía el aire que respiraba.

«Game Over, Isy. Goodbye».

El mesero dejó las órdenes frente a los dos. Sin pronunciar una palabra, ellos comenzaron a comer. De nuevo, se había vuelto incómodo, tanto que Mitsue comenzó a arrepentirse de haber aceptado su propuesta. Sobre todo, porque ella le causaba una confusión terrible y despertaba cada parte de su cuerpo, con una violencia que lo espantaba. Todo él parecía cobrar vida cuando Isabella lo veía, con esa sonrisa radiante en los labios, y ladeaba la cabeza; analizándolo. Justo como en ese instante.

Ella deslizó la lengua por sus labios, despacio, y Mitsue siguió el movimiento con la mirada.

Sin previo aviso, Isabella extendió el brazo y tomó un trozo de su lasaña. Mitsue reprimió una risa al percatarse del gesto de absoluta satisfacción que se dibujaba en su rostro. Fue como ver a una niña pequeña, suspirar por su comida favorita. Eso lo enterneció. ¿Cómo alguien tan altanero y vanidoso podía llegar a ser tan adorable y perfecto que incluso le derretía el corazón?

—Comes mucho para ser tan delgada, ¿no? —Las palabras brotaron por sí mismas.

Ah, genial. Ella seguro le daría un golpe bien merecido.

Isabella lo vio, molesta.

—¿Qué quieres decir? —Siseó a punto de atacarlo—. No soy de las que vomita, ¿bueno?

—No dije eso.

Isabella alzó ambas cejas, en señal de peligro.

—Pero lo implicaste.

Tal vez. Pero ¿quién no? En lo que llevaban de hora, ella había devorado una porción de pastel de cerezas, unos rollitos de canela; bebido dos copas de vino… Oh, eso sin contar que estaba por acabar su plato de pasta con mariscos y un horrible queso azul maloliente, que él no soportaba. ¿A dónde diablos se iba toda esa comida? Porque tan alta no era, ¿cuánto medía, un metro sesenta? Centímetros más, centímetros menos.

—Quizá.

Isabella clavó el tenedor en la pasta y se lo llevó a la boca. Ah, ¿qué mierda pasaba con él? Lo dicho: hombre tenía que ser. «Idiota». E insensible hasta la médula. «Cretino».

—Hoy es domingo, ¿cierto?, lo cual implica que mi puta dieta se reanuda mañana. —Bufó, retirándose el cabello de la frente—. No soy de las que vomita, en serio. Solo hago mucho ejercicio y todo lo demás.

Mitsue se mostró confundido.

—Si es tan terrible, ¿por qué lo haces?

Ella escondió la mirada de la suya, avergonzada.

—¿No es obvio? Para verme bien y… gustarles a los chicos.

Antes de que pudiera detenerse, Mitsue ya estaba hablando:

—No lo necesitas, eres linda de todos modos. —Se mordió el labio inferior mientras vacilaba, ¿sería el licor?—. Quiero decir…

Isabella se estrujó los ojos, incrédula. Y, bien, ¿era ahí cuando se desataba Satanás y destruía el mundo? Cielos, ¿Mitsue estaba haciéndole un cumplido, a ella? ¿En serio? «¿Me habré golpeado la cabeza?». Pero no le dolía, en absoluto.

—Bu-bueno…, gracias.

Él se encogió de hombros. Y ahí estaba de nuevo, la imperturbabilidad en su rostro. La máscara del Señor-Cara-de-Hielo. Y, aun así, él se veía encantador, aún más porque sus mejillas estaban ligeramente coloreadas de un tono rosa que no vio antes en él. ¿Estaría borracho? Era la única explicación. Pero no podía ser, Mitsue todavía no terminaba la primera copa de vino.

Quizá la ebria era ella.

Sí, eso tenía que ser.

—Mitsue… —Aspiro profundamente antes de hablar otra vez—. Yo…, ¿yo te parezco linda?

El trago saliva. ¿Que si le parecía linda? Oh, no. Ella era lo más hermoso que había visto jamás. Tan llena de vida, brillante; inteligente. Isabella tenía una personalidad dulce y alegre; además de ser bella en el exterior, con esos ojos y cabello. Su cuerpo…

—Sí.

Estaba harto de negarlo, ¿qué más daba? No era como si algún día pudiera tenerla. No a ella. No lo merecía.

—Tú también, me…

Mitsue negó. «No lo hagas, por favor». Isabella no tenía una miserable idea de lo que dolía. Ser considerado atractivo, deseado por alguien que solo iba a romperlo un poco más. Ella tenía el poder de dejarlo convertido en polvo.

—Pero no estoy interesado en ti. —Titubeó. No deseaba herirla, pero tenía que hacerlo—. No esperes nada más.

Las lágrimas le pincharon la parte de atrás de los ojos. Isabella dejó de respirar, para que la desagradable sensación pasara. «Te lo dije, no debiste haberte hecho ilusiones». Cómo odiaba que su mente siempre tuviera la razón; esa parte racional de ella, que lo analizaba todo y se ocupaba de hacerle ver la verdad sin el filtro color rosa. ¿En serió creyó que él le diría algo como «me gustas, quiero salir contigo»? ¿Cuán estúpida podía ser, para siquiera imaginarlo?

«En serio, Isy, ¿cuándo piensas aprender?». A lo mejor solo necesitaba ese golpe de la cruda realidad para hacerlo, ¿cierto?

«No llores». Vio su reloj y fingió estar alarmada.

—Ay, ¡mira la hora! Ya es tarde. Olvidé que papá regresaba hoy. —Le dedicó una sonrisa amable y tomó su bolso—. Gracias por la comida… —Su voz se quebró—. Disculpa aceptada, ya no estás en deuda conmigo, Mitsue cara-de-hielo.

«No delante de él. Vamos, sé fuerte». Se puso de pie. Antes de que pudiera dar un paso, Mitsue la detuvo tomándola de la mano.

Si tan solo la desesperación en sus ojos fuera real.

—Lo la…

Isabella se soltó. No quería oírlo, sería incluso peor.

—No te atrevas. —Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas—. No necesito tu lástima, chico.

Mitsue la vio partir, sin intentar retenerla. Ella lloraba, por su culpa. Sin embargo, estaba bien de ese modo, le había evitado algo peor: la humillación de ser correspondida por alguien sucio e indigno como él.

«Nadie volverá a quererte, Naori, nadie más que yo». Ese era el verdadero motivo: Mitsue creía las palabras que le gritaron una vez, cuando fueron liberados y tuvieron que testificar para que encerraran al cerdo que los destrozó.

A pesar de ello, anhelaba con cada pieza de su alma que alguien viera a través de la máscara y que lo amara. Alguien como la mujer que dejó ir como un cobarde.

No, no alguien parecido; sino ella.

—Isy…

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