Capítulo 2

CAPÍTULO 2.

Mis sentidos comenzaron, de cierta manera, a activarse. El choque de utensilios, algo cocinándose en su propio jugo y el ruido del agua correr de la canilla me hizo poner en estado de alerta. Mis manos entumecidas y el cuello ardiéndome de una manera tan intensa que me hicieron pensar al instante que yo no estaba muerta.

Mis ojos se abrieron con lentitud y comencé a escuchar extraños pasos por la casa, ruidos provenientes de la cocina.

Había alguien en la casa.

Me obligué a levantarme, aunque a la fatiga le importaba un bledo que hubiese un asesino serial y tomé un paraguas cerrado que estaba en la esquina de mi habitación. Mis ojos cayeron sobre el techo en donde el cinto seguía colgado, demostrando mi fracaso.

Me había dado cuenta que había amanecido y no me tomé la molestia en averiguar qué hora era.

Con el paraguas en mi mano para apuñalar con la punta a cualquiera, abrí la puerta despacio y la muy hija de perra me delató por la falta de aceite en los tornillos de la misma, soltando un rechinido tan horrible que quise patearla por ser tan traicionera en aquella situación.

Salí al pasillo y cuando llegué a la entrada de la cocina, había un hombre de espaldas a mí, cocinando en la sartén. Tenía una sudadera con capucha oscura apretada a su cuerpo, haciendo que sus músculos se aferraran a ella. Era enorme. Incluso tenía unos pantalones de algodón grises, que le daban un aspecto demasiado cómodo.

¿Cómo se suponía que podría pelear contra ese hombre tan gigante?

—¡¿Quién demonios eres y qué haces en mi cocina?!—grité con fuerza.

Con mi paraguas en posición de darle un golpe en la nuca. El hombre se dio la vuelta, dejandomé ver su inmaculada belleza.

Hijo de la gran…era precioso.

—Oye, tranquila. No he venido a hacerte daño—soltó, levantando las manos en son de paz y en una de ellas tenía una espátula negra.

Una espátula que no era mía.

Lo miré de arriba abajo, observándolo atentamente y sin salir de mi estado de alerta. Alto, cabello pelirrojo oscuro, y unos ojos color caramelo fascinante, que tenían su propio brillo. Labios finos, nariz chata y con cara de susto por atraparlo.

—¡Me estaba por quitar la vida y tú arruinaste todo! —carraspeé, recordando que por culpa de él no estaba muerta.

—Te vi desde el otro lado del edificio. Mi ventana daba exactamente a la tuya ¿Qué suponías que hiciera? ¿Ver cómo te colgabas y dejarte morir? Dios, no.

Me fulminó con la mirada mientras les daba vuelta a las tiras de tocino.

—Ahora si me disculpas, debes comer algo. Estás delgada, y cuando dormías te rugía el estómago. Si no comes morirás, pero de hambre.

Parpadeé un par de veces, estupefacta.

—No sólo invades mi maldita privacidad, sino que, te tomas la molestia de cocinar algo que no estaba en mi heladera y que nunca podría comer por el maldito salario que tengo. Vete.

—No. No voy a permitir que te suicides y que yo cargue la culpa de no poder salvarte.

—¡Eres un…!¡Tú no vas a decidir si voy a morir o no! No sabes por todo lo que estoy…

Mi estómago rugiendo interrumpió mis palabras de una forma tan brusca e inesperada qué ambos nos miramos y desee que me tragara la tierra.

—Come y luego suicídate si quieres—carraspeó aquel hombre que parecía estar cada vez más cerca de los ventisiete o treinta años de edad.

No podía calcularlo con exactitud.

Dirigí la mirada hacia la puerta y grité un rotundo ¡No! Al ver qué la cerradura se encontraba destrozada por la patada que él mismo había pegado anoche.

—¡Me destrozaste la puerta! —chillé, al borde de las lágrimas—No tengo dinero para repararla, ahora por tu culpa me echarán del edificio.

Las ganas de llorar que tenía en aquel momento eran inmensas.

—Oh sí, porque creo que una mejor opción hubiera sido tocar y decir: vecina, veo que se está por suicidar ¿puedo detenerla? —pone los ojos en blanco mientras servía de forma calmada los tocinos y los huevos sobre mis platos de plástico barato—. Siéntate.

Debía admitir que era la primera vez que veía a un hombre tan apuesto, en mi casa y haciéndome el desayuno. De mala gana y sintiendo que aquella batalla la había ganado el hambre, me senté de mala manera en la silla, mientras aquel desconocido se encargaba de colocarme el desayuno frente a mis narices. Él se sentó frente a mí, y no tardó en empezar a desayunar, en silencio.

—¿Cómo es tu nombre? —me preguntó, llevándose el vaso del jugo de naranja a los labios y mirándome, curioso.

—Alma Grey.

Otra persona a la cual invitar a mi funeral, genial. Más personas para que aquel entierro no se sienta tan absurdamente vacío.

Él no podía protegerme por siempre, tarde o temprano se marcharía de la casa y así podría llevar a cabo mi final.

—Nunca había oído un nombre como el tuyo. Interesante.

Voz gruesa y calma, todo lo que una chica desearía escuchar en un susurro mientras te follan.

Asentí, sin darle demasiado importancia a su comentario positivo. Le daba interés a algo ordinario como mi maldito nombre. Seguro era psicólogo.

No tardé en empezar a desayunar y devorarme todo lo que él había hecho por una imbécil como yo. Estaba tan hambrienta.

Disfrutando de mí desayuno, se escapó de lo más profundo de mi garganta un gemido tan intenso que el hombre levantó la mirada con los ojos bien abiertos y sorprendido. Tragando su desayuno a la fuerza.

—Lo siento—me disculpé, sintiendo como mis mejillas se sentían acaloradas.

—¿Hace cuánto que no comes, Alma? —me preguntó, entre sorprendido y a la vez con un rostro que irradiaba lástima dirigida a mí.

No respondo. No es asunto suyo

Masculla soltando la servilleta de papel sobre la mesa y frotandosé la frente, consternado.

—No puedes pasar tanto tiempo sin comer. Ahora entiendo por qué estás tan delgada, tus brazos están delgadísimos y tienes unas ojeras horribles.

—Eso es asunto mío. No te he echado sólo por el simple hecho de que estoy comiendo—murmuré, preguntándome a mí misma por qué él seguía en la casa—. Al menos dime tu nombre. Interrumpes mí suicidio y me preparas el desayuno como si nada hubiera pasado, creo que merezco saberlo.

Sonrió a través de su servilleta, mientras se limpiaba las migas de pan en la comisura de sus labios.

—Me llamo James . Un gusto haberte salvado, Alma Grey.

Puso la mano frente a mí, con la intención de esperar a ser estrechada. Le correspondo el saludo, dudosa por tanta generosidad.

—No te pedí ser salvada.

—Hubieras cerrado las cortinas.

—¿Disculpa?

—Si querías suicidarte sin llamar la atención de los vecinos hubieras cerrado las cortinas.

—Detalle importante que se me ha escapado—carraspeé.

No encontraba fallas en su lógica. Debía admitir que el cabron tenía razón.

—¿Por qué querías suicidarte?

Casi me ahogo con un pedazo de tocino. No esperaba que me preguntara eso.

—No voy a responder a eso.

—Bueno, cómo no vas a responder, me veo obligado a tenerte vigilada para que no vuelvas a atentar contra tu vida—apretó los labios y se encogió de hombros.

Aquella situación se me estaba saliendo de las manos, terminé mi desayuno en silencio y llevé los trastes al lavadero mientras aún él seguía desayunando como si tuviera todo el tiempo del mundo.

Me apoyé contra el lavabo, me crucé de brazos y lo miré con mala cara.

—Tu cara no me va a sacar de la casa—soltó, con aire distraído y sin mirarme, mientras continuaba comiendo.

—Debería, o creo que la policía sí lo hará.

—No si me encargo de llamar a personas que sean especialistas en suicidio y decidan internarte.

—No tienes pruebas de que eso me ha ocurrido.

—Tu cuello rojo y marcado es prueba suficiente. —contratacó, señalando con un gesto mi cuello.

Tragué saliva, dándome por vencida. Solté un suspiro, pensando qué hacer con ese tal James que había aparecido en mi vida cuando menos me lo esperaba.

Como respuesta, el hombre me sonrió y tomó un último vaso de jugo antes de llevar los trastes sucios al lavabo. Tuve que apartarme antes de que nuestros brazos rosaran.

—¿Tienes empleo? ¿amigos? ¿Familia a la cual llamar en caso de que yo no pueda quedarme contigo?

—No es necesario que te preocupes por mí. No lo necesito.

No iba a darle información personal a un extraño.

—Un acto suicida es el acto más enorme de ayuda. Créeme, me necesitas. Perdón, quise decir, necesitas de alguien y creo que haberte visto por la ventana ayer a la noche no fue casualidad.

—Maldición ¿ahora dirás qué fue el destino o alguna estupidez como esa?

—Creo en todo lo que vea, y lo que vi ayer fue la casualidad, no el destino.

Me quedó mirando un instante, como si intentara de descifrar qué estaría pasando por mi cabeza.

—¿De dónde has salido, James ?

Sonrió nuevamente y se mordió el labio inferior.

—Dime tú de dónde saliste, señorita Grey.

 James se ocupó de limpiar mi hogar, tender mi cama y sacar el cinturón de la cañería para que no intentara suicidarme otra vez. Tuvo el descaro de esconder los cuchillos y todo lo que atentara contra mi vida. Apenas me dirigía la palabra, ya que la mayoría de las veces tenía el celular pegado a la oreja, hablando con alguien sobre negocios y futuras inversiones. Me sorprendió mucho que una persona como él, que aparentaba ser tan fresco y tan peculiar, pareciera ser importante, ya que la mayoría de las veces sonaba autoritaria, frio, distante.

Como si tuviera la obligación de dar órdenes a otras personas. Parecía trabajar por teléfono.

Mientras yo permanecía acostada en la cama, mirando por la ventana el cielo azul que ofrecía el día, James merodeaba por la casa, parloteando con otra persona detrás del celular. No sabía por qué seguía aquí ¿acaso no tenía otra cosa mejor que hacer que estar limpiando mi casa y procurando que coma?

Al rato, tocó la puerta y le permití el paso.

—Te he preparado un baño caliente. He venido por un par de toallas para ti y ropa para cuando salgas de la ducha. —me dijo, desde la puerta.

—¿Ya te he dicho que esto no es necesario? Estoy bien.

—No estás bien, no seas negadora con tu estado de ánimo.

—Me sentiría mejor si te marcharas de mi casa.

James se echó a reír como si hubiera contado un chiste. Un chiste que no parecía haber soltado. Fue directo hacia la única cajonera que tenía en la habitación y comenzó a revisarla. Cuando vi que llegó al cajón de mi ropa interior y tomó una braga color piel, chillé.

—¡Hey, no toques eso!

Me levanté de un salto de la cama y le saqué de un tirón la prenda, descolocada por ser tan confianzudo.

—No es algo que no haya visto antes. Es más, creo que le he visto la misma braga a una chica con la que me acosté hace tres días atrás —sonrió, sin importarle a mi perplejidad.

—Así que vas por ahí, recordando el color de las bragas que van pasando por tu vida. Que interesante resultaste ser, James .

—Puedo ser más interesante de lo que crees.

—Dime que no deje entrar a mi casa a un pervertido —temí.

—Para nada. No pretendo acosar a un ciervo asustado.

—¿Ciervo asustado?

Volvió a sacarme la braga de la mano, tomó un par de toallas y escogió la ropa que creyó adecuada que usara. Ropa cómoda gracias a Dios, me sacó de la habitación hasta dejarme en el cuarto de baño.

—Date una ducha, relájate, y cuando salgas una deliciosa comida te estará esperando con ansias. Mis manos son tan mágicas que te sorpresa lo que puedo hacer con ellas —me promete, agitándolas en el aire.

No me permite protestar, me vi obligada a meterme a la tina, comenzando a enjabonarme el cuerpo con gran pesar. Seguía teniendo un enorme malestar en el pecho, de esos que me decían que si seguía viviendo la estaría pasando peor.

Si no hubiera sido por mi vecino, la policía estaría intentado ingresar a la casa o quizás pasarían días cuando decidan ver qué ocurre que no he salido del apartamento y por qué hay un olor a putrefacción que invadía todo el pasillo del edificio y se intensificaba cuando se pasaba por mi puerta.

Me hubiese gustado estar muerta, pero estaba disfrutando de la compañía de una persona cuya intención era ayudarme. No sabía exactamente qué ocurriría si él se marchaba luego, si volvería a tener pensamientos negativos dominando mi mente.

Con el agua llegándome por la mitad de los pechos, atraje mis piernas hacia ellos y me abracé las piernas, dejando caer mi mentón en las rodillas.

No quería depender de nadie, ese era mi punto. Si lo hacía, estaba sentenciada al fracaso, al cual siempre había estado destinada.

—Alma ¿todo marcha bien?

La pregunta de James detrás de la puerta me sobresaltó, dándome cuenta de que ya había estado demasiado tiempo en la tina.

—Sí, ya salgo. No te preocupes.

Me lavé el cabello, lo enjuagué y salí, envolviéndome en las toallas que James había seleccionado para mí. Me miré al espejo, tratando de entender qué haría con mi vida si no tenía trabajo, estabilidad económica y un sueño al cual perseguir, ya que tampoco tenía motivaciones. Me sentía perdida.

Sequé mi cabello corto con la toalla, cada mechón blanco que había en él. Había nacido con el cabello tan rubio que parecía tener canas, un par de veces me había dado el gusto de poder oscurecerlo para no parecer calva. El cabello me llegaba un poco por arriba de los hombros y estaba tan pálida que daba escalofríos.

Que hermoso era estar muerta en vida.

Me puse un pantalón de algodón gris, la braga y una remera de tiras en los hombros oscura, tratando de evadir el sostén a toda costa. Pretendía estar cómoda.

Observé mi reflejo por última vez antes de salir al pasillo y las palabras “todo estará bien”, vinieron a mi mente. El peor sentimiento era no saber si continuar o rendirse.

 James había pensado en todo, carne horneada con papas rebajadas y fritas, con una ensalada de tomate y lechuga.

—¿En qué momento de la mañana fuiste a comprar todo esto? —fue lo primero que le pregunté al ver lo que había preparado —. No tengo dinero como para devolverte todo lo que gastaste.

Él se encontraba colocando los cubiertos a cada costado de los platos y levantó la vista, al verme entrar.

—Cuando dormías. Aproveché ese instante para comprar todo lo que sea necesario. No pretendo que me devuelvas el dinero, has de cuenta que te he sacado a comer.

—¿Eso sería una cita? Interesante.

Sirvió dos copas de vino y dejó la botella sobre la mesa mientras me sentaba, observando todo lo que estaba haciendo por mí.

Otra vez nos quedamos frente a frente y comíamos en silencio. Cada tanto le echaba un breve vistazo y lo encontraba mirándome, pero cuando nuestras miradas se encontraban, la evadiamos al instante.

—¿Cuántos años tienes? —me atreví a preguntarle.

—Treinta años.

Abrí los ojos, sorprendida.

—Pareces más joven.

—Gracia. La vida siempre pasa volando, un día tienes veintisiete, éxito y chicas y a los pocos años estás buscando algo significado para seguir viviendo. A veces, jugar a ser una persona fuerte ya no resulta algo divertido —soltó sin más, jugueteando con la comida con el tenedor —¿Cuántos años tienes, Alma?

—Diecinueve años.

No fui la única en que se sorprendió por los números mencionados. Él me miró como si yo le hubiera dicho algo peor que mi edad.

—No pensé que fueras tan pequeña —se remueve en su asiento, incomodo.

—Soy mayor de edad, no soy pequeña. No te preocupes.

—Ahora comprendo por qué creías que era un degenerado. Siento mucho si te estoy incomodando estando aquí, mi intención es ayudarte. —aclaró rápidamente.

Apoyé mi mano en la suya por encima de la mesa. Él se llevó la sorpresa de aquel contacto físico y me miró, dejándolo quieto un instante.

—Hiciste en pocas horas algo que nunca nadie había hecho por mí—le dije, con tanta sinceridad que se me quebró la voz. Retiré mi mano y me llevé la comida a la boca, saboreando con gran disfrute—Déjame decirte que esto está delicioso, James.

Él se relajó y me sonrió, volviendo a tomar sus cubiertos para retomar su comida.

Entonces, su teléfono sonó nuevamente, se trataba de un mensaje de texto. Se toma su momento en leer el mensaje y guarda nuevamente el celular.

Tragó saliva antes de que él quiera darme una explicación que claramente yo no pedí.

—¿Cuánto dinero puedo ofrecerte para que seas sólo por esta noche, mi chica de compañía?

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