Quería olvidar. No, él necesitaba hacerlo. Con el paso de los años terminó descubriendo que no podía hacer nada más que alejar a los demonios solo por unas horas, cuando estaba tan distraído como para no pensar. Aunque incluso en instantes como este, su mente se empeñaba en hacerle volver una y otra vez al pasado para que viera el horror y llorara. Pero él no lloraba desde hacía poco más de quince años. Quizás porque se había quedado seco o terminó acostumbrándose. Como fuera, la daba exactamente lo mismo a esas alturas.
Alargando el brazo, Susanna hundió la mano en su melena oscura mientras su lengua se frotaba juguetonamente contra la de él. Aunque le molestaba ser tirado del cabello por ella, Adam no protestó. Estaba demasiado distraído, con los botones del uniforme de enfermera de Susanna. De todos modos, no quería iniciar una discusión, no ahora, cuando estaban a punto de follar como conejos calientes.
Retirándole el vestido blanco, Adam se alejó. Como era de es
Estuvieron en silencio durante todo el trayecto, a excepción de los instantes en los que él se detenía para preguntarle hacia dónde ir. Sin otras opciones, ella le indicó el camino, diciéndole en qué lugar tenía que girar, y él obedecía sin siquiera verle a la cara. ¿Por qué todo lo que hacía era sufrir y sangrar? Entendía que no era nadie importante, que no merecía nada bueno. Mauricio se lo dijo hasta el cansancio; aun así, una parte de ella se negaba a creerlo. Una parte, más que cualquier cosa, anhelaba volver a los días sencillos en los que era feliz. Realmente, solo quería huir de todo, incluso de sí misma. Adam se estacionó frente a una casa amplia con un hermoso jardín, como Helena se lo indicó. ¿En serio estaba tan habituada a cumplir órdenes que se resignó apenas le habló rudo? Más que nunca, lamentó no haberla asesinado, para liberarla de su desgracia. Ahora, ¿qué haría con ella? Estaba claro que con Amanda no iba a volver; y con el par de bestias que le a
Helena se quedó sin aliento. Estaban en una tienda enorme, ubicada en un centro comercial aún más grande, al que ella no hubiera podido entrar ni en sus mejores fantasías. Pero ahí se hallaba ella, al lado de Adam, extasiada y temerosa a la vez de dar un solo paso en falso y terminar en la calle. ¿Cómo se suponía que tenía que actuar? ¿Qué esperaba de ella? No lo conocía, sin embargo, por lo poco que él le mostró no era un hombre empático. ¿Acaso habría una cosa espeluznante escondida detrás de toda esa inusual bondad? El solo hecho de imaginarlo le erizó la espalda. Adam movió la cabeza hacia los lados, estirando el cuello, y después fijó su intensa mirada en ella. Helena se encogió en su lugar. Él, de nuevo, tenía ese gesto terrorífico que le hacía recordar la primera vez que se vieron, cuando casi le atraviesa con una bala. —Y, más o menos, ¿qué esperas? —Se esforzó para sonar lo más amigable posible. No resultó. Llevaban quince minutos ahí parados
Susanna parpadeó, boquiabierta, tan pronto como la puerta se abrió y Adam ingresó junto a Helena. Ambos tenían paquetes en las manos y la chica parecía más contenta que horas atrás. ¿Qué hacía en la casa del Colmillo y con esa ropa? Con un gesto de disgusto, ella se puso de pie y caminó hacia Adam para besarlo en los labios, él se apartó. —Niña —dijo siguiendo hacia el sofá, donde tomó asiento—, sabes dónde está la ducha. Vé, date un baño, cámbiate y regresa. Tenemos que hablar. Asintiendo, Helena se retiró sin decir una palabra, hacia el interior del apartamento. Susanna colocó ambas manos en sus caderas y movió el pie, haciéndolo chocar su tacón contra el suelo. Estaba harta. ¿Quién demonios se creía para tratarla de esa manera? Primero le hacía a un lado, en medio del sexo, para irse con la pequeña piojosa; se tardaba una eternidad y, ahora, volvía con ella como si nada. Francamente, ¿qué pasaba por su cabeza? —Adam… —Él ni se inmutó—. Adam… —Conti
—Estaré fuera, dos semanas. —Adam le ofreció una pequeña tarjeta de plástico—. No tienes que preocuparte por la comida, pagar la electricidad o el agua; ya me he encargado de eso. Helena vaciló antes de tomarla. Luego de poco más de un mes, casi estaba acostumbrada a su habitual frialdad; sin embargo, en ese momento se encontraba más que nada confundida. Dos semanas…, ¿qué se supondría que haría durante todo ese tiempo? Sola, abandonada, en un apartamento que le parecía demasiado grande y aterrador. Sin ninguna decoración que lo hiciera lucir como un hogar, pintado de blanco, como una sala de urgencias. Era como estar en la oficina de un mafioso: lleno de armas, licor, comida chatarra y cigarrillos. Solo faltaban las prostitutas desfilando en trajes de baño. Aún no descubría las razones, no obstante, Adam era un hombre paranoico; él incluso dormía con una pistola debajo de la almohada y con sus dos cuchillos al alcance de la mano. Como si esperara ser atacado por su
Helena tomó asiento en una de las bancas de madera del parque y se dedicó a ver a los niños correr. Hasta hacía poco, ella era igual de feliz; ahora, sin embargo, se sentía perdida en un mundo demasiado grande y cruel para alguien como ella. Sola. Cerrando los ojos, respiró profundo tanto aire fresco como le fue posible. Buscó el dulce aroma de la naturaleza en él, no lo halló. Qué extraño. Pese a haber hierbas, árboles y flores, todo lo que olía era el humo de los automóviles y cigarrillos. La contaminación. La terrible decadencia que le asfixiaba. Echaba de menos la simpleza de su vida anterior. Los días en los que no era nada fuera de una chica de campo, que no conocía la maldad ni el dolor en ningún sentido. Sus padres se encargaron de mantenerle a salvo, de hacerle creer que el mundo era de un maravilloso color rosa. Luego Mauricio y sus hombres llegaron para acabar con esa ilusión. Pero tenía qué agradecerles de cierto modo, debido a ellos y su crueldad, ya no
Adam hizo girar la silla recubierta de cuero púrpura sobre la que estaba sentado, por décima vez. Harto de esperar, él le dirigió una mirada molesta a Luciano quien se limitó a sonreírle de medio lado; casi con ironía. «Maldito hijo de puta», aquellas palabras nunca fueron tan ciertas. ¿Por qué diablos llevaban dos horas en ese lugar, sin hacer nada fuera de verse a las caras como un grupo de retrasados mentales? Él no tenía idea, pero si el bastardo al que debían sacarle información a golpes no llegaba en los próximos minutos, alguien iba a sangrar en su lugar. Y ya tenía en mente al candidato perfecto. El feroz Monstruo quedaría reducida a un adorable abrigo de piel. Suspirando, Adam se frotó las sienes y contó hasta veinte en reversa. En un rincón de la oficina, Tracy hacía una grulla de papel. Ella tenía algo que lo inquietaba. Más allá de ser atractiva, de un modo que desafiaba sus mejores habilidades para explicarlo; Ángel tenía una nostalgia casi contagiosa en
Susanna deslizó los dedos por el cristal que recubría el retrato de su padre, uno en el que ella aparecía también junto a su madre. El único recuerdo que le quedaba del hombre que le dio la vida. En el pasado, por supuesto, había tenido muchos; tantos que llenaban por completo su recámara, haciéndola parecer una exhibición de arte. Eso fue mucho tiempo atrás, antes de que su madre los quemara en un ataque de furia, después de arruinar sus vidas. Echaba de menos esos momentos, en los que aún formaba parte de algo real, tangible. Cuando era… verdaderamente feliz. Ahora no tenía idea de dónde estaba parada. ¿Qué camino debía tomar? ¿Su existencia era valiosa para alguien que no fuera ella misma? Por supuesto, Gemma le apreciaba, era su mejor amiga; pero eso no le parecía suficiente. Había momentos en los que anhelaba algo más intenso y verdadero. Algo parecido al amor. Como en las historias que solía contarle su padre: el príncipe azul que rescataba a la princesa de su
Adam suspiró, sujetándola por la muñeca. Susanna otra vez había iniciado con ese tonto juego del gato y el ratón. Ella tenía la ilusión de poder dominarlo física y sentimentalmente, cosa que no era posible. Él no le permitiría a ningún ser vivo doblegarlo, de ningún modo, jamás. Y menos con una cosa tan efímera e intrascendente como el sexo. Las mujeres tenían la espantosa propensión de mirar el coito como algo importante, que las conectaba con Dios y sus legiones angelicales. Una demostración de afecto, la señal inequívoca de que sus relaciones sin sentido serían eternas. Adam no. Para él, el sexo era algo que el cuerpo necesitaba, nada más. Básico, rudo, instinto animal. No esa m****a suave que llamaban «hacer el amor». ¿Acaso existía? Todavía sabiendo su postura, Susanna no se detuvo. Se trepó a su regazo, acurrucándose como un pequeño gato pelirrojo en busca de calor. Colocó una mano detrás de su hombro y la otra la utilizó para atraer su rostro al de ella. Sus r