Capítulo 1: Destino archivado

La vida está llena de muchos y diferentes matices, y casi nunca es para nadie lo que este quiere que sea. Para los afortunados, la vida podría ser mucho mejor; para los desafortunados, siempre podría ser mejor, pero nunca peor.

Akari caminaba por la calle sin prisas, porque no tenía nada grande en mente. Iba camino a encontrarse con alguien. Él era un varón espigado, de cabellera rojiza en un tono muy raro que muchos problemas le había traído antes, como rosáceo, y un poco ondulado y que caía con libertad desde el centro de su cabeza y hacia todas partes, cubriendo apenas su frente; vestía atavíos simples: jeans y camisa, una chaqueta y mocasines.

A su alrededor, la gente caminaba como si estuvieran llegando tarde a alguna parte: cláxones de autos, música de publicidad, gritos, habladurías… todo sumaba a la hora de aumentar el bullicio y, en medio de una plaza de adoquines colocados a modo de rompecabezas, rodeados de un jardín precioso y bien mantenido de arbustos siempre verdes, no pudo evitar fijar la vista en una escena particular: un varón estaba agachado frente a un cadáver, el de una paloma.

Su paso se alentó y achicó el mirar en él, orbes avellana que detallaron con curiosidad aquel extraño comportamiento, y se detuvo, para, sin percatarse casi, caminar hasta ese varón, deteniéndose a su lado sin decir una sola palabra.

—¿No es triste cuando algo pierde la vida? —el varón preguntó en voz grave, pero delicada, sin quitar la vista del animal muerto.

Akari se sorprendió de haber sido detectado sin movimientos aparentes, pero solo de puertas para adentro. Por fuera seguía sereno, con las manos a los costados del cuerpo.

—Sea una persona o animal… ¿no cree que todos, alguna vez, somos importantes para alguien? —El otro, un rubio él, volvió a hablar, sin despegar su atención del cuerpo inerte de la creatura.

Akari sopló, mirando al muchacho. La brisa sopló, medio fría, por la época del año, y tragó; el sentimiento de que él era como un soplo de algo que no podía describir con palabras concisas inundó su cerebro y lo hizo sentir un poco incómodo. ¿Cómo podía sentirse de esa forma ante alguien desconocido?

El rubio volteó hacia donde estaba él, y lo vio por primera vez; la brisa se hizo más fría, e hizo revolotear esas largas hebras que pasaban sus orejas, el otoño repicaba en su apogeo. Sus orbes se abrieron de más, sin llegar a ser desmesurado, y no pudo dejar de verlo, porque el semblante de esa cara, que parecía tan limpia, tan desinteresada del mundo, que resultaba inconcebible perteneciera a un hombre adulto, lo hizo quedar en blanco.

Orbes zafiro, tan concentrado como nunca había tenido la oportunidad de ver, serenas y, al mismo tiempo, comunicando una gran pasión.

La explosión de sensaciones entró por sus pies y lo recorrió hasta la médula con un cosquilleo profundo. Se sentía profanado, era la mejor forma de decirlo, pero tampoco le parecía nada malo.

Espabiló; sacudió la cabeza y regresó a sus cinco sentidos.

—Tal vez alguien, en algún lado, esté lamentando su pérdida —Akari murmuró con toda la serenidad que pudo reunir—. ¿No lo hace ahora mismo usted? —preguntó. Mantenía las formas porque no sabía si el otro era más joven o mayor que él.

El rubio lo miró, y luego volvió la vista al cadáver, para negar con la cabeza.

—No… —murmuró, cosa que Akari apenas pudo escuchar—. Solo la observo. Es lo que hago, porque querer las cosas siempre es muy difícil.

Akari achicó el mirar, dudoso y queriendo saber la motivación de ese mensaje final que no lograba entender. Pero, el rubio prosiguió:

—Por cierto, Extraño-san, ¿podría decirme qué hora es? —cuestionó, como un cambio completo al tema, por con la misma parsimonia de antes—. Mi teléfono murió, y se supone que debo esperar a mi tío aquí, a las cuatro. Creo que ya se está tardando demasiado.

El rubio se levantó y estiró las piernas; entonces, Akari se dio cuenta de que era más alto que él, tal vez por unos diez centímetros, y que usaba camisa y pantalones de vestir, pero no estaba nada abrigado: no chaqueta, no bufanda, lo cual se le hizo raro, considerando que él si sentía frío.

Alzó la zurda, en busca del reloj en su muñeca izquierda, y anunció:

—Son casi las cinco.

La expresión en la cara del otro se arrugó de una forma divertida, casi como si pensara que le tomaban el pelo, pero sin sentirse mal por eso, y exclamó:

—¡Ah, lo sabía! —Akari se sobresaltó por lo alto de su voz, que pasó de ser delicada a una más varonil—. Muchas gracias, Extraño-san —dijo, dirigiéndose al castaño e hizo una leve reverencia—. Voy a volver a casa —agregó y pintó en sus labios una sonrisa limpia.

Tomó su bolso y se fue, caminando en línea recta por la calle, pasando de las personas.

Akari no pudo dejar de verlo, hasta que se perdió entre la gente y, cuando ese momento llegó, volteó a ver a la paloma muerta y resopló con fuerza, para murmurar:

—De verdad hay personas así en el mundo.

¿Así cómo? Los aires que ese rubio desprendía le resultaron tan invasivos y raros; no hablaba con prisas, pero era como si todo en el fuese expresivo por sí mismo.

—Es como un espíritu libre —comentó y siguió su camino.

Akari Cristopher Azarov, ese era su nombre completo, treinta años de edad. Como su nombre lo decía, era mitad ruso, pues su padre lo era de nacimiento y crianza, y su madre era japonesa. Hoy disfrutaba de un muy raro día pago de descanso, y lo había ocupado para solucionar algunas cosas, y buscar aquello que, en estas semanas, cobraba más fuerza entre las cosas que le molestaban.

Moverse por la ciudad era fácil; él tenía una cita para las cinco treinta, y se alegró de haber llegado al restaurante acordado a tiempo. Se sentó en una de las mesas de la terraza y ordenó un café.

La persona a la que esperaba llegó apenas unos cinco minutos después; un hombre de cabellera copiosa y entrecana, no muy alto.

—Sagawa-san, buenas tardes. —Akari dejó el café de lado y se levantó tan pronto lo vio—. Muchas gracias por venir hasta aquí hoy, a pesar de su trabajo. —Hizo una reverencia.

Sagawa, apellido del recién llegado, sonrió y correspondió a la reverencia del más joven.

—No te preocupes, chico, hoy el trabajo ha terminado bastante temprano —le dijo y se sentó en la silla restante. Akari se sentó después que él lo hizo—. Además, estaba ansioso por hablar del tema que me consultaste.

Akari afirmó, y el interés se centró en esa última frase.

Takeuchi Sagawa contaba con cuarenta y ocho años de edad, y era un periodista de sucesos con una sólida y amplia carrera en la investigación y cobertura de los crímenes más famosos en la historia reciente del Japón moderno. La razón de este encuentro era muy simple.

Igor Azarov y Haruka Ueda fueron un matrimonio muy conocido por la sociedad culta del país, y la sociedad media en general. Él fue un fotoperiodista que huyó con su familia de Rusia en su infancia temprana, asentándose en el archipiélago, donde construyó una sólida carrera como fotógrafo y fotoperiodista de sucesos y política; ella, una heredera de propiedades que usaba su tiempo en actividades humanitarias, una dama loable y trabajadora. Ninguno de los dos pasaba demasiado tiempo en casa, pero eso estaba bien.

En el 2013, después de que estuvieran desaparecidos por dos días, los cuerpos de ambos fueron encontrados al costado de una carretera en Aomori. Siete años más tarde, aún no existía una resolución para su caso y, por falta de evidencias, hacía casi dos años, el caso fue archivado por la policía de la prefectura.

En aquel entonces, Akari tenía tan solo veintidós años, y se encontraba haciendo un posgrado en los Estados Unidos; sus hermanas menores, Matsuri, de doce años, y Kohaku, con dieciocho, vivieron el primer impacto con toda la fuerza, y en soledad.

Por eso se había quedado en este país, y había hecho todo lo posible por colaborar con la policía. Necesitaba saber la verdad de lo sucedido con sus padres, el porqué de su desaparición, y la razón por la que aparecieron en medio de la nada.

En ese entonces pasaron tantas cosas, que de forma inevitable perdió la pista de muchas de ellas. Pero ahora, cuando sentía que era el momento, cuando los detectives privados no habían surtido efecto, necesitaba hacer esto por su propia cuenta.

—El crimen de tus padres nunca ha dejado de sorprenderme. —Sagawa comenzó a tratar el tema principal, tras algunos minutos de charla de temas varios—. Cuando supe que lo archivarían, pensé que era una verdadera lástima porque, al final, nunca supimos con certeza qué sucedió.

—Así es —Akari secundó en voz baja—. Durante estos casi dos años usé los servicios de un detective privado, pero… nada pasa; el detective no pudo encontrar nada lejos de lo que ya se sabía. —Resopló frustrado—. Es como si la verdad se hubiera hundido en arenas movedizas.

—Sé que  tu posición en todo esto es frustrante —Sagawa dijo y llevó su taza de té a la boca, para darle un trago—. Has tenido que cuidar de tus hermanas, velar por tu propia vida, y lidiar con todo el revuelo que el caso representó. Muchacho, de verdad respeto tu fortaleza.

Una tenue sonrisa pintó los labios de Akari, que no podía sino reconocer la labor que este hombre hizo en pro de una solución en el caso del asesinato de sus padres. Cinco años de cobertura, incluso sacándolo a la luz cuando todos lo olvidaron. Era un gran investigador, pero ni siquiera él había podido llegar a algo concreto.

—Ha sido difícil, pero, de alguna forma, todos lo logramos —articuló Akari.

—La verdad es que, hay algo que quiero decirte, más que hablar de caso.

—¿De qué se trata?

Sagawa miró a los costados, lo que llenó a Akari de dudas.

—Hay un rumor entre los compañeros de la profesión, llevo escuchándolo ya desde hace un tiempo, de un sujeto que puede resolver cualquier cosa, siempre que le parezca interesante.

En contraste a Sagawa, que se notaba emocionado, Akari se mostró escéptico, y cuestionó de inmediato:

—¿Alguien así de verdad existe?

Sagawa resopló.

—Nunca lo he visto, pero entre mis colegas se dice que ha ayudado a resolver varias desapariciones, secuestros y asesinatos; también acertijos terribles. Todo siempre y cuando llame su atención.

—Eso es bastante voluble.

—No lo sé. —Sagawa negó con la cabeza—. no se sabe mucho de él; solo unos pocos lo han visto, y son muy herméticos al respecto, no les gusta decir quién es, ni nada parecido.

—Es casi como si solo fuera una leyenda urbana —analizó Akari y se puso a jugar con el asa de su taza.

—Eso puede parecer; pero, la información que te doy vino de colegas confiables. Ellos incluso me dieron una dirección de correo a donde contactarlo.

Akari achicó el mirar y entreabrió la boca, curioso por aquello.

—¿De verdad?

Sagawa sonrió-

—Sí; pero necesito tu permiso y conocimiento para intentar contactarme con él. Mis colegas me dicen que lo mejor es que el primer contacto sea de parte de alguien del medio, como si fuera parte de la profesión y, si él acepta, entonces podrás ponerte en contacto directo.

Para Akari aquello era irreal, fantasioso y tonto. Algo como un «detective que solo toma casos que le divierten» le parecía una tontería. Pero… no podía ignorarlo.

—Tal vez él pueda lograr lo que la policía no — Sagawa apuntó.

Akari tomó la taza por el asa y la llevó a su boca, para tomar un trago de café; la regreso a su sitio, trago y sopló. De alguna forma, aunque le sonaba tonto, no podía evitar aferrarse a la posibilidad. Después de todo, el que ese hombre aceptara tampoco era algo seguro.

—Tiene razón… —murmuró el menor—. Puede proceder, nada perdemos con intentar. Cuando tenga una respuesta, sea cual sea, por favor, avíseme.

Sagawa asintió, y los dos  charlaron por un rato más.

Al cabo de unos treinta minutos, Akari emprendió rumbo a la estación del metro para regresar a casa.

Pasaban de las seis treinta cuando llegó a la estación, y no se sorprendió por la cantidad de gente, era lo normal en entresemana, con miles de trabajadores buscando llegar pronto a casa, agotados de un día a día de un trabajo mal pagado para todas las exigencias que tenía.

Él no podía quejarse, porque su trabajo era exigente, sí, pero le pagaban bastante bien.

Se movió como pudo entre la gente y llegó a un punto muerto. Metió las manos en los bolsillos, y un cosquilleo en la nuca lo llevó a mirar a su lado, a la izquierda, y se sorprendió por lo que encontró, por la persona a la que vio quien, al saberse observado, bajó la vista hasta él, y contempló esa serenidad llenarse de vida en un simple segundo.

—¡Ah!, Extraño-san, ¿va camino a casa?

Era el rubio que había visto en la plaza, junto al cadáver de la paloma.

—Eh… sí —contestó apenas Akari—. Pensé que partirías temprano a casa —agregó, solo por hacerlo.

¿Le sacaba conversación? Podía ser interpretado así, pero… lo mejor era no pensar demasiado en eso.

—Iba de camino —contestó el más alto—, pero me detuve en la librería y… el tiempo voló. —una sonrisa plena que tomó a Akari por sorpresa se pintó en sus labios—. ¿Terminó usted sus pendientes?

Tal vez el rubio también tenía la necesidad de hablar.

—Sí… —Miró hacia las vías, faltaba poco para que el tren llegara—. Aunque también terminé caminando por allí sin nada en mente.

El más alto sonrió y afirmó con la cabeza con fuerza.

—Divagar a veces está bien, porque nos ayuda a descargar.

Los ojos de Akari bailaron por acá y por allá unos momentos, y preguntó, sin pensar mucho:

—¿Vives por esta vía?

Dos segundos después se dio cuenta de la clase de pregunta que hizo.

—Creo que eso es un poco obvio —contestó el otro.

Sí… había metido la pata. Akari desvió la mirada, presa de un deje de vergüenza, y la dejó en los rieles, regañándose a sí mismo: «¿Qué clase de pregunta es esa? Es obvio que vive por esta vía si está esperando el metro y dice que va a casa».

—Aunque… Extraño-san, ¿no cree que es un poco sospechoso preguntar eso a un desconocido? —indagó el rubio en tono curioso, lo que atrajo la atención del más bajo de regreso hasta él. Akari pareció estar en un apuro, por lo que el rubio decidió continuar con el juego—: Podría pensar que usted busca algo —soltó, con inocencia fingida.

Akari tragó, sus ojos se fueron hacia las personas.

—Eh… ah… no —titubeó y negó con la cabeza.

La expresión del más alto se llenó de una rara diversión que no era malintencionada. Parecía fascinado.

—Esa no es mi intención —Akari destacó.

Y el otro soltó a reír, por lo que Azarov puso ojos inquietos en él, se sentía fuera de lugar.

—¿Lo siento? —La falsa disculpa abandonó los labios del rubio, y Akari negó—. No se preocupe. Puedo entender muy bien que usted no es esa clase de persona.

El tren llegó, y el rubio subió primero; Akari se distrajo un poco, aún apenado, y se vio presa de los empujones de la gente, que lo llevaron a dar algunos traspiés, hasta chocar de frente con alguien.

—¡Lo siento! —se disculpó con rapidez, sin saber con quién chocó.

Se alivió por estar dentro cuando las puertas del tren se cerraron y este comenzó su avance, y el movimiento lo hizo estirar las manos y sostenerse, por instinto, de la persona con la que había chocado antes, agradeciendo que fuera un hombre, para no caerse. Alzó la vista y encontró al rubio, que lo miraba con disfrute, en medio de un raro espectáculo.

—No se preocupe, Extraño-san, puede sostenerse de mí todo lo que quiera si siente que caerá —comentó sin segundas intenciones.

El más alto se sostenía de una de las agarraderas; y no es que Akari fuera bajo, medía metro ochenta y algo, pero ya no habían disponibles, y la posición en la que quedó, metido entre tanta gente, tampoco era muy buena. Ya que tenía permiso, lo mejor era tener las manos al frente, y así evitar cualquier acusación por acoso sexual.

—Aceptaré el ofrecimiento —le dijo sin apartar la mirada, y agregó—: Por cierto, deja de llamarme Extraño-san, mi nombre es Akari.

El rubio sonrió entonces, y asintió.

—Está bien. Akari-san será.

—Y puedes tutearme, no creo ser mayor que tú.

El rubio negó.

—Nop —soltó. Akari achicó el mirar por tan peculiar respuesta—. Akari-san debe tener unos treinta años; yo tengo veintiséis, por lo que creo que hablarle con respeto está bien. —Sonrió. A ojos de Akari, era como un niño diligente hablando con un superior—. Por cierto, mi nombre es Minato.

—¿Cómo sabes que soy mayor que tú? —Ignorando lo último, Akari cuestionó.

—¿Acerté? —Minato respondió con sorpresa, no esperaba haber atinado. Akari asintió—. Tengo muy buena vista —continuó con orgullo y soltó una breve carcajada.

—Eres menor que yo… eso me hace sentir viejo —se quejó el castaño y llevó la vista al costado.

—¿Por qué?, son cosas normales.

—No lo sé… —Akari se encogió de hombros. El tren se detuvo y algunas personas salieron, por lo que se pudo acomodar, y agregó—: Supongo que, cuando cumples treinta, ves hacia atrás y te das cuenta de que el tiempo de verdad ha pasado.

Minato achicó el mirar en el otro, y el tren continuó su marcha.

—Um… Al final solo vivimos el momento, así que eso tendría sentido —murmuró, afianzando su posición contra el piso—. Akari-san, no deberías pensar tanto en el pasado —sugirió. Akari lo miró enrarecido y expectante—. A veces, por pensar mucho en el pasado, olvidamos vivir el momento.

Esas palabras pusieron a  Akari a pensar y, por unos minutos, solo se quedó con ellas, porque sintió que lo tocaron de forma muy directa. Minato tal vez hablaba sin saber, pero había sido muy acertado con su comentario.

Las conversaciones con desconocidos tenían estas particularidades: todo podía pasar.

—Akari-san, ¿puedo preguntar en qué estación se queda? —Minato preguntó. Había dejado a Akari pensar con tranquilidad, en tanto el tren comenzaba a vaciarse.

Akari salió al fin de sus pensamientos; sopló, y contestó:

—Me quedo en Ebisu.

—¡Oh, genial! —Minato exclamó en volumen contenido, pero hizo saltar a un Akari que aún estaba un poco embotado—. Yo me quedo en la estación justo después de esa —agregó alegre.

De nuevo, Akari se sintió raro a su alrededor. Era como si Minato tuviera una energía impropia para alguien de su edad, y eso se le hacía muy, muy, curioso.

♦  ♦  ♦

Después de bajar del tren, Minato emprendió su regreso a casa. Las calles eran silenciosas entre semana hacia la zona en la que vivía, pero eso solo ocurría un rato más tarde.

Hoy había conocido a alguien interesante, a alguien que buscaba algo, eso era seguro. Le deseaba que lo encontrara, porque no le parecía mal tipo.

Dobló en una esquina, y el complejo de apartamentos fue visible; vivía en un buen sitio, en un gran distrito; estos edificios tenían unas diez plantas de altura, y él vivía en la octava. Tomó el ascensor, subió y caminó por el pasillo hasta llegar a su puerta, donde el apellido Hamilton escrito en katakana era visible.

Sacó la llave, abrió la puerta y encontró las luces encendidas, y un par de zapatos de hombre a un costado del recibidor. No se alarmó, ni mucho menos; sabía de solo había una persona que podía entrar a su casa como si nada, porque contaba con su permiso.

Se cambió los zapatos por pantuflas y entró; la persona que estaba en sus aposentos era un varón pelirrojo, un rojo muy naranja zanahoria, que desde atrás se veía corpulento, con hombros anchos. Lo conocía, sí… y le debía una explicación.

—¡Hiro-chan!, ¿qué haces aquí? Te esperé por mucho rato —protestó, entrando a la sala de estar para verlo de frente.

Hiro-chan se sonrió y alzó la mano en saludo.

—Te llamé muchas veces, también te dejé varios mensajes, para avisarte que no podría ir, pero no recibí ninguna respuesta. Por eso vine aquí.

La voz del pelirrojo era más grave que la de Minato, y de frente se podía apreciar mejor su físico: si era alguien corpulento, pero no en exceso, tenía los ojos amatistas y la piel muy clara, casi como si el sol no lo afectara para nada. Bueno, los pelirrojos tenían esa particularidad.

Su tono recio quizás podía llegar a intimidar a las personas, pero no a Minato que asintió y sopló con desgana.

—Mi teléfono… ¡ha muerto! —soltó con teatralidad y se echó en el sofá; el bolso cayó al suelo. Hiro estaba en uno de los sillones.

Este departamento se respiraba limpio, y daba la sensación de ser más abierto de lo que era: pisos claros, techos blancos, paredes de color crema; una pequeña área de estar con el sillón y los dos muebles unidos a la esquina, de frente a un televisor de pantalla plana. Al costado, un pequeño comedor, desayunador y cocina de concepto abierto, además de cuatro puertas que daban a diferentes lugares.

Estaban en Meguro, la modernidad era el orden del día.

—¿Pasó algo hoy? —el pelirrojo preguntó—. Te ves contento.

Minato soltó una risilla traviesa, ¿de verdad se veía de esa forma?

—Conocí a alguien interesante hoy —reveló—. Y… me gustaría pensar que puedo volver a verlo —agregó con un deje ilusionado en el tono.

Hiro enmarcó una ceja, pero a Minato no le importó que sonar como un enamoradizo tonto.

—¿Una mujer? —Hiro cuestionó—. Debiste haberle pedido el número, pero Minato negó con la cabeza.

—¿Cómo crees, Hiro-chan? —Reptó en el mueble, hasta quedar por completo derecho.

Los dos eran familia: Hiro, Yahiro Kanzato, de veintinueve años, era el tío de Minato, y trabajaba como doctor, cardiólogo, en el Hospital de la Universidad de Tokio. La madre del rubio era la hermana mayor de Hiro, con quien se llevaba una diferencia de veintiún años.

—Pero, era alguien interesante —Minato continuó—. Aunque… vamos a dejar eso de lado —apuntó y se sentó de un tiró, echándose al lado para que sus pantuflas tocaran el suelo de madera clara—. ¿Qué estabas haciendo que no pudiste llegar?

»Me apresuré en salir de la universidad para nada… —agregó y sopló, fingiendo fastidio.

—Hasegawa-san me invitó un café —Yahiro soltó una gran revelación.

Eso fue una bomba que hizo a Minato removerse, y su flojera y relajación se transformaron en brío.

—¡¿La doctora?! —exclamó sorprendido, echando su cuerpo hacia adelante. Hiro asintió sonriente—. Y… ¿cómo te fue? —chismeó, su interés se centró al cien por ciento en el tema.

—Creo que me fue bien —Yahiro contestó—. Me invitó a cenar el viernes —agregó y sonrió victorioso

Minato comenzó a aplaudir, y la cara se le iluminó en alegría.

—Tienes que ir con todo. Te apoyaré desde aquí.

Yahiro le sonrió; los líos con la doctora tenían su tiempo, y hasta ahora habían sido solo él en medio de un torpe enamoramiento unilateral.

—¿Vas a hacer algo mañana? —Hiro preguntó.

—Voy a trabajar, y después si el teléfono no carga, tocará ir a ver qué le pasó. —resopló con fuerza y se dejó ir hacia atrás, hasta que la parte de atrás de su cabeza pegó con el respaldo del mueble.

Yahiro sonrió. Él era el menor de seis hijos de un matrimonio que construyó una empresa de cerámica, alfarería y artesanía con la suficiente calidad como para que sus productos se exportaran a muchos países del mundo; sin embargo, el fue un hijo por completo inesperado, alumbrando en año nuevo sin siquiera saber sus padres su existencia.

—Recibí un mensaje hace un rato —anunció el mayor—. Hay alguien que quiere hablar contigo.

Minato arrugó el mirar y miró al techo.

—¿Sobre qué? —preguntó con flojera.

—Asesinato.

El rubio sopló con fuerza por la boca y cerró los párpados.

—Bien… lo pensaré —comentó y, tras reunir toda su fuerza de voluntad, se levantó—. Voy a ir a darme un baño. —Se agachó, recogió el bolso y caminó hasta el pasillo, pasando la cocina, rumbo a su habitación.

Minato vivía solo, pero Yahiro vivía en el departamento de al lado, por lo que pasaban mucho tiempo juntos. Aunque cada quien tenía su espacio personal y vida privada, pasar tiempo con alguien a quien pudieras llamar familia, siempre era único y especial.

Él no estaba acostumbrado a la soledad, mentiría si afirmara eso, porque vivir solo no era lo mismo que estar solo. En su trabajo gozaba de buenos amigos, y conocía a mucha gente buena con la que salía algunas veces, además de su tío, que siempre había sido como su hermano mayor, quien lo apoyó cuando las cosas se pusieron feas en el pasado.

Un par de días después, después de haber regresado a casa, comido y descansado, Minato se dirigió a la computadora portátil que usaba para cosas personales, y se metió en su estudio, ubicado justo detrás de la cocina, una habitación pequeña y acogedora que solía ser un depósito grande.

Como el común de la gente, no tenía solo una cuenta de correo: estaba el que existía para trámites de la universidad, otro para asuntos en el exterior, otro para asuntos de importancia en el territorio, el de sus amigos, y uno más especial, donde encontró el mensaje que su tío había mencionado.

Era viernes, pasadas las once de la noche, pero no importaba, porque estaba libre al día siguiente. Los técnicos resucitaron su teléfono, y el día anterior Hiro le desvió el correo, que venía desde un tal Takeuchi Sagawa, un periodista del que había oído antes, ligado al ámbito de los sucesos y la investigación periodística. Su tío era un intermediario, a fines de no ser rastreado, por su propia seguridad.

Esta habitación estaba fría y con las luces apagadas, y él muy bien abrigado con pijamas largos, por lo que no sentía nada. Comenzó a leer:

«Estimado señor MAHK, me dirijo a usted para solicitar su ayuda en un caso que involucró a un buen amigo mío».

«Hace siete años, Igor Azarov y Haruka Ueda, su esposa, fueron encontrados muertos en su auto a las afueras de Aomori, a un costado de una carretera. Ambos tenían un único disparo en la cabeza, pero no había sangre o daños en el auto; la policía investigó por cinco años y no consiguieron nada».

«Hace diecinueve meses el caso fue archivado, por lo que el mayor de sus hijos contrató un detective privado, que no dio resultados, así que decidió prescindir de sus servicios, y buscar por cuenta propia. Acudo a usted por los rumores que circulan estos años sobre su capacidad para atender este tipo de casos para que, por favor, le preste su ayuda».

«Dejaré para usted la información de contacto del hijo mayor».

«Akari Cristopher Azarov».

«cristoph.aa@xxxxxx.com».

Terminó de leer y se dejó ir hacia atrás en la silla, exhaló, y una torpe sonrisa adornó sus labios.

—¿De verdad el mundo es así de pequeño? —preguntó al aire.

Debían haber muchos Akaris en Japón, tanto hombres como mujeres, pero tenía un buen presentimiento.

—Bien… vamos a investigar.

Él era bueno en eso, pero no se pondría tan especial.

Se metió en internet y escribió el nombre tal cual lo había estaba en el cuerpo del correo, presionó enter, y un aluvión de noticias sobre la muerte de los Azarov, implicados, familia, y otros, aparecieron.

Igor Azarov era un renombrado fotoperiodista, Haruka Ueda era una activista humanitaria y filántropa; sus muertes causaron mucha consternación porque no se metían con nadie.

Minato buscó información más personal, y descubrió que tenían tres hijos: Akari, del que ya sabía era el mayor, Kohaku y Matsuri. Para el momento de la muerte, el mayor tenía veintidós y sí, al ver las fotos, se dio cuenta de que el mundo de verdad era muy pequeño.

El sujeto en la pantalla era una copia, un poco más joven, del hombre con el que se había cruzado un par de veces unos días atrás.

Se levantó del asiento, caminó hacia la puerta, la abrió y salió al pasillo.

—Necesito algo de dulce energía —canturreó.

La verdad es que fue a buscar unas galletas, y pasó el resto de la noche leyendo reportes, artículos, y toda información pertinente relacionada al caso.

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