Capítulo 3

Los latidos de su corazón estaban tan agitados e intensos que ella creía escucharlos. Tun-tun, tun-tun... Los sonidos se repetían en su cabeza como si fuera perseguida por aquellas palpitaciones. No sabía de dónde había sacado tanta energía, pues su cuerpo estaba débil. ¿Sería el instinto de sobrevivencia? ¡No sabía! Solo quería lograr su objetivo: escapar por su vida. Con sus pies descalzos, ignorando las espinas del camino o las pequeñas piedrecitas que se le incrustaban en las plantas, corría con todas sus fuerzas y aliento. Tenía que lograrlo, tenía que escapar de aquel infierno. El sudor, los bichos y las hebras de cabello que se pegaban a su piel le hacían estragos a su escape. Sus heridas picaban y la sangre corría por sus piernas; sonrió al ver la salida y entonces, todo fue oscuridad.

(...)

Sam se levantó con el olor del café. Se acercó sorprendida a la pequeña cocina, donde un sonriente Arthur la recibió con una taza de la exquisita bebida, razón por la que ella se quedó observándolo con extrañeza.

 —¿Tú, haciendo café?

 —Para que veas que soy buen aprendiz. —Sonrió mostrando su perfecta hilera de dientes. Ella lo observó como boba y los recuerdos de aquel beso delicioso inundaron su mente. Pero gracias al velo que cubría su cara, él no notó su sonrojo.

 —Estuve investigando sobre una salida que te llevará a la carretera principal, desde allí podrás tomar el destino que desees. —Ella comentó mientras era examinada por su hermosa mirada café, que en esos momentos era cubierta por un atisbo de tristeza; si bien Arthur quería regresar a su casa y a sus responsabilidades, había una parte de él que deseaba quedarse allí con la extraña mujer del velo.

 —Por la manera en que hablas, este lugar debe ser muy remoto —dijo poniendo la taza en su lugar.

 —Lo es. —Ella aseguró—. Debe ser esa la razón por la que no lo han encontrado.

 —Solo espero que sea por eso y no que mis hombres fieles hayan sido asesinados —respondió con un resoplido, ganando la mirada extrañada de la mujer.

 —Me imagino que no andaba con todos sus hombres cuando lo asaltaron...

 —No —la interrumpió—. Tengo hombres fieles en casa también, pero no me refería solo a los que fueron asaltados conmigo.

 —¿Y por qué los hombres fieles de su casa podrían ser asesinados? —preguntó entre desconcertada e intrigada.

 —Digamos que mi vida es un poco complicada —le respondió con la mirada ida.

Sam lo miró un poco asustada, puesto que la imagen que tenía de él hasta ese momento, se podría ir a la borda.

 —No soy ningún criminal ni nada que se le parezca —aclaró adivinando sus pensamientos. Sam respiró y fue a poner la taza en su lugar, su corazón empezó a palpitar con intensidad cuando Arthur sostuvo sus manos y se acercó a ella.

 —Debo... —Ella balbuceó como cachorro asustado—. Debo ir a asearme.

Arthur asintió y antes de liberar sus manos dejó varios besos sobre estas, provocando que la mujer hiperventilara.

 —Te voy a extrañar, Sam. No sé de qué o quién te escondes, pero yo puedo darte seguridad en mi casa. No quiero dejarte aquí sola, temo que algo malo te suceda.

 —Arthur, gracias por la oferta, pero no me conoces bien, ¿cómo pretendes llevarme a tu casa? Puedo ser una criminal.

 —No sé cuál haya sido tu pasado, solo sé que eres una buena mujer que se arriesgó al salvarme la vida. Una mala persona no corre un riesgo tan grande ni le hubiera importado dejarme morir.

Ella se quedó pensativa un rato.

 —Arthur —rompió el silencio—, yo he vivido aquí por más de un año, como puedes ver, sé defenderme sola. No te preocupes por mí, estaré bien. 

 —Está bien. Eres muy especial y me has regalado un mes de descanso mental. Creo que necesitaba esto, gracias por salvarme la vida, Sam.

Él la abrazó con fuerza y olfateó su delicioso aroma a hierba buena y especias. De lejos pareciera una mendiga de quien todos quisieran alejarse, pero en realidad, siempre estaba limpia y olorosa a sus hierbas, pese a su descuidada apariencia.

(...)

Arthur salió a buscar leñas suficientes para dejar buena provisión a la mujer antes de marcharse. Había decidido viajar al día siguiente a la carretera, para luego buscar la forma de llegar a su región. Era un largo y difícil viaje y la melancolía de dejar a Sam allí sola revolvía su estómago; no obstante, ya era tiempo de regresar y poner todo en orden, pues se imaginaba el desastre que su ausencia pudo haber causado.

Pasó cerca del estanque donde ellos acostumbraban a bañarse para refrescarse un poco, pues el calor era insoportable y ya tenía varias horas cargando las leñas a la casucha. Se detuvo en seco al notar que había alguien allí y se escondió detrás de un árbol. Sus ojos brillaron con intensidad y su boca emanó más saliva de lo regular. ¿Quién era ella? Su espalda era perfecta y se veía delicada con el largo cabello mojado cubriéndola. La joven se hundió en el agua y segundos después salió a la superficie. Su cabello se movió a los lados y él se saboreó los labios al poder ver su espalda totalmente descubierta y esos firmes glúteos que estaban haciendo efecto en él. Pero algo más llamó su atención, había pequeñas cicatrices en la delicada piel, como si hubiera sido maltratada con crueldad; miró a la orilla y reconoció esos trapos.

 «Sam», pensó. Quería ver más y no era morbo o que el amigo de su entrepierna ya estaba emocionado, era más que eso. Quería conocerla, entender su miedo, quería ver su rostro. Si bien era cierto que tuvo muchas oportunidades de hacerlo, nunca se atrevió a romper su promesa. Esa fue una de las condiciones que le puso la mujer. Se quedó quieto a la expectativa de que ella volteara y él poder conocer los deliciosos labios que había degustado semanas atrás. No estaría faltando a su promesa, esto se consideraría como un accidente y ella ni siquiera tenía que enterarse. La chica se estaba volteando, pues al parecer, buscaría su ropa para salir. El corazón le latía con gran agitación y su respiración estaba hecha un caos. Pronto sabría que se ocultaba tras ese velo. Sam volteó, pero un ruidoso llamado hizo que corriera hacia la orilla a buscar su ropa con desesperación, al mismo tiempo en que él había volteado al escuchar su nombre.

 —¡Señor Connovan! ¡Arthur Connovan! —Eran sus hombres. ¡Ellos lo habían encontrado!

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