5. MENTIRAS QUE LASTIMAN

Fabián se dirigía a urgencias tras haber sido llamado, pero, cuando me vio en recepción, cambió de dirección.

—Ali, tenemos que hablar —dijo él una vez que se encontró frente a mí.

—Yo no tengo nada que hablar contigo —aseguré fingiendo que no me moría de ganas de vomitarle encima, porque él me había lastimado tanto que no podía creerle que le interesara arreglar las cosas conmigo—, además, tienes paciente en urgencias.

Fabián miró a la sala de emergencias y chistó los dientes y, ante de correr a donde lo requerían, sonrió un poco alegrándose de al menos saber dónde podía encontrarme.

Yo sobé mi cuello y respondí negativamente a la pregunta que hacía la enfermera en recepción para saber si yo era conocida de ese hombre. Suspiré medio molesta pues, al parecer, aun eran muchas las damas que estaban tras el guapísimo Fabián Mirro al que aseguré no conocer.

Cerca de las dos de la tarde cerré mi consultorio, dejando todo debidamente revisado y completado. Yo había acomodado mis horarios para cubrir un turno, de lunes a viernes por la mañana, y emergencias, claro; pues de esa manera casi no habría tiempo en que Diego estuviera sin mí.

Deseando no encontrarme con Fabián, me dirigí al estacionamiento, pero él estaba justo en la entrada y, aunque caminé fingiendo que ni lo veía ni lo escuchaba, ese molesto hombre me siguió y me detuvo.

—Necesitamos hablar —repitió una vez que me atrapó en el estacionamiento—. Vamos a comer.

—No tengo hambre —aseguré zafando mi brazo del agarre con el cual me había detenido, entonces intenté irme mientras Fabián me miraba sorprendido.

—¿Tú no tienes hambre? —preguntó con el rostro contraído—, pero si tú siempre tienes hambre.

Lo miré furiosa, pues me molestó que él me conociera tan bien.

—Tú no me conoces —reproché entre dientes—, y yo no voy a hablar contigo.

—¿Es por lo que dijeron mis padres? —preguntó Fabián y entorné los ojos respirando profundo.

Él no parecía querer desistir, y yo no tenía tiempo para pelear con él, por eso decidí darle solo algunas malas respuestas para que me dejara tranquila tras enojarse e irse, como lo solía hacer.

—No, es porque me molestas y no quiero hablar contigo —respondí logrando que se molestara, lo supe al ver que su rostro se endureció y su voz sonó más grave.

—Quiero una prueba de ADN —soltó y reí con sorna.

—¿Quieres qué? —pregunté cambiando mi expresión a una de furia, terminando por acribillarlo con la mirada.

Fabián agitó las manos frente a mí, como sí así pudiera disipar el enojo que me estaba causando.

—No creo que me hayas sido infiel —aseguró él en un tono mucho más suave—, pero si quiero recuperar a Liliana necesito demostrar que ella es mi hija.

—Ya te dije que no sé quién es ella —le recordé a un hombre que definitivamente no obtendría a mi hija, al menos no con mi ayuda—. Y ya déjame en paz, imbécil.

No dije más, solo caminé hacia mi auto sin darle oportunidad de decir nada más tampoco.

Conduje por si acaso ocho minutos antes de llegar a la escuela primaria en donde mi hijo había ingresado ese día, y me paré cerca de la puerta de la escuela para encontrarlo rápido.

Me sentía enferma, pero eso solo fue hasta que vi a Diego ir hacia mí con su pantalón café de vestir algo sucio, con su camisa de botones, ya no tan blanca, desfajada, con el cabello despeinado, con la cantimplora goteando en una mano y con la otra mano arrastrando el suéter que parecía más beige que café por toda la tierra que ya había acumulado.

Sonreí olvidándome de todos mis malestares pasados, pues ese pillo en serio que me hacía completamente feliz.

—¡Mami! —gritó el amor de mi vida al descubrirme esperándolo, y corrió hacia mis brazos que siempre lo esperarían abiertos.

Me acuclillé, lo abracé y lo besé con todo el amor que mi corazón sentía por él.

—Vamos a casa —pedí alzándolo en brazos, y le di un enorme beso para concluir nuestro precioso reencuentro.

Entonces Diego repitió esa palabra que yo amaba saliera de sus labios.

—Mami... —habló mi hijo intentando decirme algo, pero fue interrumpido por otra persona que a mis espaldas preguntó "¿Mami?".

Ese era Fabián que, al parecer, me había seguido desde el hospital hasta la escuela de mi hijo. Yo quise ignorarlo, pero él no me dejó hacerlo.

—Entonces... ¿es en serio que Liliana no es mi hija? —preguntó sin apartar la mirada de un niño que yo no quería que él viera.

—Te dije que no sabía quién era ella —repetí molesta, pero más nerviosa.

—Liliana es mi amiga —anunció Diego, interrumpiendo una conversación en la que no debería de participar—, ella está en mi salón.

Ambos lo miramos, yo con sorpresa y Fabián como si estuviera fascinado con la sola presencia del pequeño niño que, según mi imaginación, él estaba imaginando que era su hijo.

» Y hay otra niña, se llama Iliana, ellas son iguales y no son hermanas —explicó mi hijo medio burlón.

Cuando asimilé sus palabras chisté los dientes, pues, tal vez protegiéndome, yo no lo había considerado, pero eso estaba dentro de las posibilidades que mi hijo y mi hija se encontraran, es decir, Liliana y Diego eran de la misma edad, además, Iliana dijo que cumpliría siete años pronto. Maldito destino.

—¿Él es mi hijo? —preguntó Fabián acercándose a nosotros, y alertándome, por eso puse a Diego detrás de mí, pretendiendo que el otro no lo alcanzara.

—No lo es —respondí a su pregunta en un tono tajante.

Fabián se mostró contrariado.

—Si no es mío, ¿entonces de quién es hijo? —cuestionó medio burlón, molestándome un poco más.

—No lo sé, de cualquiera —dije—, pero, definitivamente, tuyo no es.

—No me jodas, Alicia —bufó Fabián, dejando que su ira se reflejara en su expresión.

—No, no me estés jodiendo tú. ¡Ya déjame tranquila! —exigí aún más molesta e intenté alejarme de él, otra vez.

Tomé la mano de Diego y caminé un par de pasos hasta que sentí como Diego no avanzaba; miré atrás y vi que Fabián le había detenido.

—Yo soy tu papá —anunció el hombre poniéndose a la altura de mi hijo tras haberse acuclillado como yo lo hubiera hecho antes.

Yo lo miré horrorizada y aparté a Diego de Fabián luego de regresar hasta mi hijo y alzarlo en brazos.

—No, no lo eres —repetí para el hombre en cuclillas, negando con la cabeza a un pequeño que me miraba bastante confundido.

—¿No lo soy? —preguntó Fabián y volví a negar mientras caminaba hasta mi auto—. ¡Yo soy tu papá! —gritó el hombre para mi hijo, que le miraba muy confundido.

—¡Que no! —grité, furiosa, aventándole la cantimplora de mi hijo a la cabeza—. Haz tu m*****a prueba de ADN y déjame tranquila.

Así, conmigo en un mar de emociones que me mareaban, subimos a mi auto y arrancamos, dejando atrás a un confundido hombre mirando una cantimplora goteando en su mano.

De camino a casa todo fue silencio, pero, cuando llegamos a la casa, Diego me abordó con preguntas que siempre deseé nunca preguntara.

—¿Ese señor no es mi papá? —preguntó mi hijo y, mirándolo fijo, negué con la cabeza.

—Y... ¿Quién es mi papá? —preguntó él y yo suspiré.

—Diego, no quiero hablar de eso —informé a un pequeño que era tan lindo que no me hacía hacer lo que yo no quería, por eso difícilmente le dejaba ver que no era una heroína todopoderosa—, ve a hacer tu tarea, por favor.

Afortunadamente, esta vez también mi hijo hizo lo que pedí sin preguntar nada más.

Diego me conocía demasiado, sabía que su insistencia no tenía ningún efecto en mí cuando yo tenía cara de aburrimiento o estaba enojada. Y justo en ese momento tenía un poco de ambas.

Intentando desahogarme, busqué a mi amiga y, por teléfono, le conté lo recientemente ocurrido. Ella a ratos se rio de mí, a otros se compadecía, pero siempre me escuchaba.

—Chío, necesito que investigues a alguien por mí —pedí antes de terminar la llamada.

—¿Desde cuándo soy investigadora? —preguntó mi amiga y ambas reímos.

—Anda, porfa —canturreé y ella terminó por acceder—. Es una niña del orfanato de la ciudad en que vivo —informé—, se llama Iliana, tiene la misma edad que Liliana y se parece más a Fabián que mi hija.

—¿Crees que Fabián te fue infiel? —preguntó Chío, que conocía mucha parte de mi historia con Fabián, pero no toda.

—No lo creo, lo sé —confesé adolorida—, y tengo un mal presentimiento que quisiera poder descartar.

—Veré qué averiguo —prometió Rocío y nos despedimos.

Agradecida con mi amiga, y con mil dudas en la cabeza, esa noche volví a quedarme dormida en la cama de Diego; pero, cerca de la una de la madrugada, unas patadas en la puerta de mi casa me obligaron a levantarme con mucha prisa.

Y es que, a pesar del ruido, Diego seguía dormido, pero eso no me aseguraba que no despertaría si yo no detenía el escándalo, así que corrí a la entrada, pues necesitaba detener al idiota antes de que mi hijo se despertara.

En la puerta encontré a Fabián que, completamente ebrio, se mecía de un lado a otro, sin equilibrio alguno.

—Él no es mi hijo —reclamó ese hombre cuando abrí la puerta y, casi cayéndome encima, comenzó a llorar.

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