3. MI CASA Y MI FAMILIA

Aunque levantarme temprano era algo que realmente yo no disfrutaba, lo hice. Me levanté temprano muy a pesar de que, el día que se levantaba, era domingo, pues a mi casa le faltaban algunas cosas, sobre todo alimentos.

Yo tenía tres días acondicionando una casa que me veía envejecer, seguramente, porque la necesitaba lista para que, quienes pasaríamos el resto de nuestras vidas en ese lugar, viviéramos lo más cómodos posible.

Me bañé, cambié y salí a un súper en el centro de la ciudad. Hice algunas compras y regresé a casa. De camino a ella anoté algunos números telefónicos que me encontré en letreros por todos lados, esos que anunciaban servicios a domicilio, pues a mi casa le restaban algunos detallitos por los que pagaría, ya que no me quedaban demasiadas fuerzas para detallar.

Llegué a casa y repartí las compras desde la cocina hasta las repisas del baño, entonces volví a la cocina para hacer el desayuno, pues se me estaba agotando el tiempo.

Cerca de las diez de la mañana el camión de la mudanza se estacionó frente a mi casa, y detrás del camión venía una camioneta conducida por mi mejor amiga. Me acerqué a ella, la saludé con una sonrisa y, encaminándome al asiento trasero de su camioneta, me encontré lo que yo más amaba en la vida disfrutando del sueño: Mi hijo Diego dormía en ese sillón.

—Arriba, dormilón —pedí acariciando la cabeza de pequeño azabache de ojos oscuros, y él abrió los ojos.

—Mami —musitó sonriendo, con la voz ronca, antes de volver a cerrar los ojos. 

Sonreí también. Escuchar esa palabra me hacía realmente feliz, ese niño me hacía muy feliz.

Rocío, mi mejor amiga, me ayudó a bajar algunas maletas de su auto mientras los de la mudanza seguían llevando muebles adentro.

Yo tenía a mi hijo en los brazos, así que solo me recargué en una pared mientras lo abrazaba con todo el amor que era capaz de sentir por él. ¿Y cómo podía no amarlo, si ese niño había llegado a mi vida para salvarme? Y yo también lo salvé a él.

» Mami, tengo hambre —dijo Diego rato después, cuando al fin despertó. 

Sonreí. Claro que sí. Diego era justo como yo, así que, si algo era capaz de despertarlo, eso era el hambre, esa en nosotros siempre era más fuerte que el sueño, y nosotros siempre teníamos sueño.

Despedimos la mudanza y nos encaminamos a la cocina, donde solo debía calentar lo antes preparado.

Aún había muchas cosas que debían acomodarse, pero mi abuelo siempre dijo que primero está comer que ser cristiano, así que la limpieza podía esperar.

Cuando terminamos de desayunar comenzamos a acomodar los muebles. Diego movía algunas cosas no muy pesadas, pero, de vez en cuando, Chío y yo fingíamos dejarlo ayudarnos a mover los muebles grandes que a ella y a mí casi nos arrancaban los brazos por tanto peso.

—Vaya jardín que tienes —se burló mi amiga cuando solo quedaba desempacar cajas. 

Mi cara se estiró mientras mis ojos se agrandaban. Desde afuera, mi casa seguía pareciendo una abandonada casa de terror.

—Ya llamé a alguien —anuncié para mi amiga—, vendrá más tarde, quejosa. 

Ambas reímos y continuamos desempacando.

» Esto ya parece una casa —anuncié complacida un par de horas después. Y me levanté para atender a la puerta que sonaba—. Seguro es el jardinero —dije a mi amiga, que descansaba con Diego en la sala. 

Abrí la puerta esperando que fuera él, pero lo que me encontré fue justo lo que no estaba esperando ver.

» ¡¿Abuelo?! —cuestioné con los ojos un poco húmedos. 

Eso era una grata sorpresa, pero no era lo que me estaba imaginando. Ni siquiera había alcanzado albergar esperanzas cuando él las rompió todas.

—Trabajo es trabajo —dijo y asentí, entonces le indiqué lo que debía hacer.

Desde la ventana de mi cocina, yo no podía apartar la mirada de ese hombre que me hacía completamente feliz.

El hombre que me lo había dado todo, y que me había sacado adelante, seguía siendo el hombre fuerte que yo recordaba, por eso mis ojos se llenaron de lágrimas y las aparté al escuchar entrar a alguien a la cocina.

—¿Qué te pasa, Lici? —preguntó Chío, acercándose a mí; y yo suspiré.

—Ese hombre es mi abuelo —informé a mi mejor amiga, lagrimeando un poco más—. Amiga, lo tengo tan cerca y no puedo alcanzarlo.

Rocío me abrazó y ya no contuve mi llanto. Los brazos de una amiga suelen ser un gran lugar para desahogar las penas, y yo tenía la fortuna de contar con los de ella.

—A mí me parece que tiene un poco de sed —señaló Chío, dándome una excusa para acercarme a él cuando al fin me tranquilicé. 

Sonreí demasiado agradecida por la sugerencia, tomé una jarra con agua, un vaso y me dirigí al jardín donde se encontraba parte de una familia que amaba y que, lamentablemente, jamás recuperaría.

—Es bueno ver que estás bien —dije a sus espaldas y mi abuelo solo me miró—. Traje un poco de agua, hace calor aquí.

Señalé mostrándole la jarra con agua, pero él solo me miró y yo suspiré pensando que de nuevo no diría nada, pero respondió esta vez.

—Aquí siempre hace calor, y lo sabes —dijo, empujándome a sonreír.

—Estando lejos uno puede olvidar muchas cosas —recordé con melancolía—. Aunque hay cosas que no se olvidan. 

Sonreí de nuevo. Mi abuelo me miró por unos segundos y luego se devolvió a su trabajo.

Respiré profundo para tomar valor, quería a disculparme con él. Iba a decirle cuánto lamentaba lo que había pasado, iba a pedir su perdón y a pedir que me dejara regresar a sus vidas, pero no pude decir una palabra, pues Diego, que venía corriendo hasta mí, me llamó interrumpiendo mis intenciones de hablar con ese anciano que amaba.

—Mami, tengo hambre —dijo Diego, tirándose a mis brazos. 

Lo atrapé y lo levanté con una enorme sonrisa. Ese niño sí que me hacía bien, su sola presencia curaba mi corazón.

—¿Quieres pizza? —pregunté, abrazándole con fuerza, sintiendo cómo pegaba su frente a la mía mientras me sonreía.

—¡Sí, pizza! —dijo efusivamente, elevando sus brazos al cielo mientras se separaba de mí, haciéndome reír. 

Diego de verdad me hacía muy feliz.

—Dile a Chío que pida la pizza —pedí—, el directorio está...

—Sé dónde está, ¿puedo pedirla? —preguntó tras interrumpirme y asentí. A ese niño yo no podía negarle nada—. Gracias mami. ¡Te amo!

Sonreí viendo correr a la casa, yo también lo amaba.

—Veo que no pierdes tiempo —soltó mi abuelo, rompiendo esa burbuja de felicidad en que solo mi hijo me podía envolver. 

Miré a mi abuelo con los ojos llenos de lágrimas, sus palabras me habían lastimado. Pero, aunque no era lo que mi abuelo pensaba, yo no podía culparlo por pensar mal de mí. Yo lo había defraudado antes, le había mostrado que no era alguien de fiar, así que era normal que pensara que de nuevo lo había hecho mal.

Aun así, yo no quería aceptarle el daño que me daba, así que solo lo miré dolida y entré a mi casa; entonces, recargándome a la pared, lloré en silencio.

—La pizza está en camino —anunció Chío, entrando a la cocina—. ¿Qué pasó, Lici?

A su pregunta, yo moví mi cabeza en negativa. Yo no podía hablar y mi amiga lo entendió, por eso solo me abrazó fuerte.

» Lo lamento tanto, nena —dijo y asentí. 

Yo también lo lamentaba.

Llegó la pizza, comimos y, después de un rato, pagué los honorarios de mi abuelo. Entonces Diego y yo despedimos a Chío, que debía volver a Santa Clara, la ciudad que, siete años atrás, me había recibido con los brazos abiertos y me había dado todo lo que ahora yo tenía: Mi carrera, mi mejor amiga y a mi familia.

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