1. PRIMERA IRA

PRIMERA IRA. LA IMPOTENCIA

1. FLORES DE INVIERNO

Faro del Albir, al sur de Altea.

Invierno.

Suave, muy suavemente, el viento crepuscular susurraba su nombre, la llamaba, la envolvía en un abrazo gélido provocándole pequeños escalofríos. Al menos una señal de que todavía estaba viva, viva y tan inmóvil como la tierra bajo sus pies, viva y deseando intensamente morir.

A su alrededor, dos sombras gigantescas se movían con aguda agitación, más inquietas cuanto menos la sentían reaccionar. Dos sombras blancas y hermosas, diseñadas con majestad en piel y músculos y sangre, que rugían su desesperación a sus espaldas. Lara las conocía: los pasos silenciosos, las colas cortando el aire frío como navajas de plata, las garras extendidas aferrando la oscuridad del suelo. Parecía que habían estado siempre allí, danzando a su alrededor, interrumpiendo su sueño, destrozando, molestando hasta la saciedad. Vigilantes siempre, amorosos siempre y siempre un poco tenebrosos.

—Nunca pasó por mi corazón o por mi mente la idea de abandonarlos. No puedo entender por qué, pero mantenerlos a salvo ha sido un instinto desde la primera vez que los vi... 

Y ahora estaban a su lado, en aquel último minuto para darle su última despedida.

—Khan… —El nombre emergió de sus labios como un mecánico delirio.

Todo dentro de su boca era carne sangrante y dolorida, y antes de que se extinguiera la palabra contra el quebrado espejo del mar a sus pies, un amasijo de doscientos cincuenta kilos se estremeció contra su mano izquierda.

La cuadrada cabeza se alzaba gigantesca bajo la palma diminuta; toda ella no era más que una pequeña mancha, una huella invisible comparada con el descomunal tamaño de Khan. Blanco, como si la misma nieve se hubiera adherido a sus huesos, parecía más un destello de luz que un ser vivo.

Con un gruñido sordo se colocó frente a ella, apoyó la enorme cabeza contra su pecho y empujó con delicadeza hacia adelante, intentando mover aquella estatua que había pronunciado su nombre.

“Muévete”. Resonaron las imposibles palabras dentro de su cabeza. “Lara, muévete…” Pero no lo hizo.

Lara era apenas un poco más alta que él, y su escuálido cuerpo que con dificultad llegaba al metro setenta de estatura sólo había sido el refugio de debilidad y dolor durante los últimos días. Sin embargo, Khan no pudo hacer que se moviera. Llevaba horas parada allí, con el rostro vuelto hacia el mar, mientras lo que había sido una suave ventisca de nieve se transformaba ahora en crudas espirales a su alrededor. Horas en que no había sabido distinguir el paso natural del tiempo porque sus pensamientos estaban embotados, intentando encontrar el macabro sentido a los pocos minutos que le quedaban.

“No te rindas”. Otra vez la voz le llegó como un fantasma y la hizo mirar abajo.

A sus pies el océano seguía rompiendo furioso contra los muros del acantilado, una pared perpendicular que parecía cortada por un solo y airado golpe de Dios. Era quizá uno de los pocos sitios en el mundo donde lograban confluir la calidez de las playas en verano, con la abrupta gelidez de las montañas en invierno; y ese año las pronunciadas pendientes habían enviado su procesión de escarcha, amenazando cubrir la tierra  como no se había visto en décadas.

Otra vez se sintió indefensa y pequeña, petrificada, dura como la roca soportando la embestida del agua. Y otra vez quiso morir.

—Tal vez se supone que así sea. Tal vez esto que soy, esto en lo que me he transformado no deba vivir para volver a ver la luz del mundo.

“No te rindas…” Pero ya se había rendido hacía demasiado tiempo.

Algo ligero rozó su rostro. El aire movía antojadizo el largo velo blanco que se fijaba a sus cabellos. Tan  molesto. Tan… forzado. Levantó la mano y con un ademán brusco lo arrancó de su pelo, sin reparar en los breves mechones rojos que quedaron prendidos a la peineta. Hubiera querido arrancarse también el vestido, pero las fuerzas no le alcanzaban para tanto.

La seda sobre su piel la hizo estremecerse de nuevo. El ancho traje, tan níveo, tan terso, era sólo un recordatorio cruel de que era prisionera; cautiva de una celda infinita y lujosa que le habían construido con su propia piel. Por un momento la rabia la invadió y sus ojos se volvieron espejos oscuros de la violencia que comenzaba a desatarse en su interior, una que había estado ocultando demasiado bien durante demasiado tiempo, y a la que erróneamente se habían atrevido a liberar.

Khan lanzó por lo bajo un rugido de impotencia. Lara era mitad mármol y mitad cristal contra su cráneo, etérea e inamovible a un tiempo, sorda, ciega. Un rumor gutural le respondió a solo unos pasos y otra cabeza blanca y brutalmente delicada rozó su brazo derecho.

— Silver Moon… — la lengua rosada, áspera y caliente, se extendió por el dorso de su mano haciéndola estremecer.

Entonces todo su espíritu pareció romperse, caer, desmoronarse hasta no ser más que otra sombra blanca acurrucada entre los dos animales. Silver Moon se acomodó a su cuerpo como si estuviera acunando a un cachorro, y Khan se recostó junto a ella, para cubrirla por completo del frío. La noche comenzaba a descender sobre los tres con parsimonia, trayendo consigo las lenguas afiladas y feroces de un clima que arreciaba por momentos.

Lara se apretó contra ellos en un último esfuerzo por respirar. El cuerpo entero le dolía como si el terror acumulado por fin hubiera salido a la superficie, demoliendo a su paso cada tendón, músculo o fibra de su piel. Una molestia insoportable le escocía en los ojos, podía sentir cada una de las agujas con que le habían punzado las pupilas y su boca no estaba mejor, intentó humedecerse los labios que el viento frío había convertido en una agrietada mueca, pero cualquier movimiento resultaba una tortura. Su lengua tropezó con la punta de uno de sus colmillos y le hizo un corte; la gota de sangre bajó con lentitud por su garganta, una más que bebía en las últimas semanas… las últimas semanas…

Se cubrió la cara con las manos y las puntas cortantes de sus uñas se enterraron en los bordes de su frente, haciéndole pequeñas heridas. El fuerte sollozo que le subió desde el pecho la hizo recogerse sobre sí misma. Sin importar lo que pasara en adelante, nada lograría sanar el horror, el doloroso absurdo en que se habían convertido los últimos meses. Cerró los puños con fuerza y el cielo comenzó a girar sobre ella con un impulso que nubló por completo su ya pobre conciencia. Entonces un feroz parpadeo la sacó de la oscuridad, y al otro lado del espejo la imagen de la derrota le devolvió la sonrisa.  

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