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El vocerío se volvió murmullo por un instante en La Gaviota, a la entrada de Batista. En otra época se habría apagado por completo hasta verlo sentarse sin encarar a nadie, pero el paso del tiempo castiga por igual.

Antonio Batista, medio siglo en este mundo, ex comisario de Policía, había dejado de ser El Toni cuando con apenas cuarenta años le dio tal paliza a un delincuente que fue imposible impedir que las fotos acabaran en los periódicos.

Y El Toni pasó a mejor vida: perdió altivez y ganó kilos, en rara ocasión llevaba pipa, y se condenó a callejear los lugares de siempre a la salida del trabajo, que ahora como castigo consistía básicamente en recortar, clasificar y ordenar las páginas de sucesos de los diarios.

Batista seguía fiel a sus principios y nunca aterrizaba en el cuartucho que tenía alquilado sin echar un trago en La Gaviota, un garito con sabor marinero en una ciudad sin mar, una isla en mitad del desierto.

Un beso de abeja, con zumo de limón, miel, ron y hielo picado si el día había sido bueno; y un caruso, mezclando ginebra, Martini y menta verde a partes iguales si la jornada estuvo más complicada.

Y lo cierto es que últimamente solía dormirse con el zumbido de las abejas porque la tarea de clasificar recortes no daba para muchos disgustos.

Sólo cuando los niñatos recién salidos de la academia de policía hacían bromas a su costa le hervía la sangre y tenía que darle a la ginebra hasta casi caer rendido.

Aquella noche, Alfonso, el camarero que llevaba años toreando sin arrimarse a Batista en La Gaviota, el mismo que le había contado en voz baja el reciente episodio de la botella en el culo de un cliente, se sorprendió:

- ¡Un caruso! --le gruñó Batista sin saludar siquiera.

- ¡Marchando! --contestó Alfonso, con la voz nerviosa del que aventura problemas.

Pero Batista había cambiado. Los últimos diez años hicieron mella. Ya no acababa las noches a tortas, ni aparecía por las mañanas en comisaría con algún morado desubicado y difícil de explicar.

Había aprendido la lección, había crecido, se decía continuamente. Desaparecieron sus aristas. Batista se había vuelto redondo, como uno de esos muñecos que se balancean para ilustrar el principio de la gravedad, porque así nunca caía y la vida era más fácil.

Ahora tenía tiempo y pensaba. Por eso pidió un caruso aquella noche. Estaba preocupado. En dos días había recortado y clasificado un robo con violencia y una muerte en su distrito.

La primera víctima era un joven incapaz de aclarar nada. Sólo repetía que le habían atracado en un cajero automático. No vio la cara del agresor, que “seguramente utilizó un cuchillo” que le puso en el cuello antes de quitarle el dinero.

El muerto era un indigente al que apalearon hasta dejar sin vida. Nada importante para esta nueva hornada de muchachitos, que sólo se preocupaban cuando las muertes tenían lugar en las zonas residenciales.

El comisario jefe estaba tranquilo porque el alcalde estaba tranquilo porque se trataba de un simple vagabundo.

Pero Batista no paraba de rumiarlo. En la época de El Toni aquello no habría quedado sin castigo. “Hasta los sapos hubieran cantado”, se repetía sin saber muy bien qué significaba aquello.

Dio un nuevo trago al caruso y le hizo un gesto a Alfonso, que se afanó preparando otro. A la llegada del camarero lo agarró con firmeza del brazo:

- ¿Cuándo dices que ocurrió eso de la botella?

- La semana pasada.

- La semana pasada no, ¿cuándo? ¿Qué día?

- A ver… el miércoles, sí, fue el miércoles --dijo Alfonso--, lo recuerdo porque había fútbol y como no tenemos tele el bar estaba vacío.

- Más vale que no te equivoques, gruñó Batista, y volvió a su copa.

El ex comisario estaba seguro de haber leído que el atraco había sido ese mismo día. Pero, en realidad, qué le importaba a él.

Tenía las manos atadas. Su “única” función era leer y recortar periódicos. Su barrio importaba una mierda en comisaría.

- Escucha, --siguió diciendo al camarero mientras le entregaba una tarjeta tan vieja y arrugada que apenas se podía leer--, si los vuelves a ver por aquí me pegas un telefonazo. ¿Serás capaz de recordarlos, verdad?

- Claro, los de la bronca son clientes habituales… Y la cara del otro no se me olvidará fácilmente. Me puse en su lugar por un momento. Le avisaré cuando los vea, pero…

- Tranquilo, --contestó el policía--. ¡Ahora soy redondo!, y se marchó entre risas huecas.

Alfonso volvió al trabajo sin entender nada, pero un poco turbado. Hacía seis meses que Batista no pedía un caruso.

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