CAPÍTULO 4

Helena intentó despertar. Sentía el cuerpo entumecido y muy pesado, como si hubiera estado corriendo durante toda la noche y no tuviera fuerzas para mover ni un músculo. Abrió los ojos despacio y lo primero que vio fue el portillo circular por donde se escurría un poco de luz, y se dio cuenta de que aunque su cuerpo no se hubiera movido ni un centímetro desde hacía horas, su mente se había dormido reviviendo aquella horrible persecución.

Lo único que la tranquilizaba, que la anclaba a una realidad donde estaba segura y a salvo, era aquel calor que se extendía contra su espalda. Aquel calor tenía nombre y apellido, y uno muy bonito por cierto: Marco Santini.

Parecía novela de ficción habérselo encontrado en aquella situación, después del encuentro tan “fresa” que habían tenido el día anterior en la mañana. A Helena no le había parecido otra cosa que un hombre increíblemente apuesto y sofisticado, sobre todo porque la diferencia de edad entre los dos era un punto a su favor. Marco no era como esos niños mimados que la rodeaban en la universidad, ni siquiera Gabriel podía compararse al aura de madurez y equilibrio que lo rodeaba.

Pero la noche anterior el italiano había demostrado ser mucho más que eso. Helena recordaba absolutamente todo: la fuerza en su brazo y la oscuridad en sus ojos; y si antes parecía encantador, aquella faceta tan diferente lo hacía… terriblemente atractivo.

Marco la sintió moverse y la abrazó más estrechamente, era pequeña y dulce contra su cuerpo, y en cierto punto eso lo advirtió del peligro.

— ¿Cómo te sientes? — se echó hacia atrás, dándole es espacio suficiente para que se diera la vuelta y quedara frente a él.

— No lo sé.

Helena se frotó los ojos y trató de forzar una sonrisa, pero todo lo que le salió fue un gesto de dolor. La mandíbula le pesaba como si fuera de piedra, y comenzaba a repiquetearle la cabeza como si alguien estuviera moldeando metal sobre un yunque.

— Supongo que estaré mejor.

Marco le acomodó un poco el cabello que tenía sobre la frente y luego la besó allí. Fue un gesto casi paternal, pero era el único que ella necesitaba en aquel momento.

— Eres muy fuerte, bonita. Aunque no lo sepas. — le dijo — Estoy seguro de que vas a estar muy bien.

Se levantó, y Helena sintió un vacío que no podía explicar, como si todo el aire respirable se hubiera ido con él. Intentó levantarse, pero de repente se dio cuenta de que estaba completamente desnuda debajo de las sábanas.

— Creo que es un poco temprano para ir a comprar ropa, pero puedes ponerte algo mío si no te molesta. — Marco le sonrió mientras se quitaba la chaqueta — Dame un minuto para asearme y te prometo que el baño será todo tuyo.

Traía todavía la ropa de la noche anterior, apenas si se había quitado los zapatos y la insipiente barba le daba un extraño aspecto salvaje. Helena asintió en silencio y se tapó la cabeza con las sábanas, como si fuera una niña, porque si de algo estaba segura era de que no quería levantarse.

Escuchó la ducha abriéndose, lo imaginó desnudo, y por alguna razón eso no le produjo el escalofrío que había esperado. Cuando finalmente todo quedó en silencio, salió de la cama y abrió el closet. Todo allí era excesivamente grande para su tamaño, tomó un abrigo ligero que le llegaba casi a las rodillas y en una de las gavetas encontró un paquete de bóxer sin estrenar.

Se dio el baño más largo de su vida, pero cuando por fin salió se sentía limpia y con un cansancio extrañamente confortable. Se peinó con los dedos el largo cabello negro, y aunque buscó por todas partes al menos un par de chalinas, no pudo encontrarlas y tuvo que salir descalza.

La noche anterior Helena ni siquiera había reparado en dónde estaba, solo sabía que era un barco, así que su asombro fue creciendo a medida que salía a la cubierta y su cerebro procesaba todo lo que veía.

Por un momento dejó atrás cualquier cosa que no fuera el recuerdo que la asaltaba, uno donde su madre aún vivía y su padre le regalaba un precioso velero de cincuenta pies de eslora. Su mamá amaba navegar, era parte de su alma artística, decía; pero todo había terminado cuando la habían perdido, y hacía más de diez años que Helena no se subía a un barco.

Y aquel definitivamente era un barco enorme. Debía tener más de ciento cuarenta pies de eslora, con una hermosa combinación de tonos en blanco y madera que le daban un aire de aristocrática distinción.

— Qué bueno que no te perdiste. — la saludó Marco, viéndola mirar embobada hacia arriba, a los dos niveles que conformaban el yate.

— Estaba recordando la última vez que estuve en un barco. — contestó ella — Me trae emociones encontradas… aunque era un barco muy diferente.

El italiano la invitó a sentarse en uno de los cómodos asientos que rodeaban una pequeña mesa en la proa.

— ¿Y cómo te gustan los barcos, entonces?

— No, no es que me gusten o no, sólo que el que conocí era distinto.

— Bueno, bonita … qué tal si desayunamos y me cuentas todo sobre ese barco que te trae tantas emociones.

Helena asintió sin muchas ganas. No estaba segura de que el desayuno pasaría más allá de su garganta por más que lo intentara, pero no podía hacerle un desaire a Marco, que se sentó frente a ella con gesto decidido.

Llevaba una playera blanca de manga larga subida hasta los codos, y un pantalón de algodón gris que resaltaba los músculos de sus piernas. También iba descalzo, así que Helena no se sintió demasiado desubicada.

— Mi madre tenía un velero. — dijo mientras veía cómo un muchacho que debía tener su misma edad llenaba la mesa de panecillos y frutas — Le gustaba mucho navegar, pero yo no era muy buena en eso… o al menos es lo que recuerdo. La verdad es que no recuerdo mucho, yo era muy chica cuando mi madre murió y después de eso mi padre no ha vuelto ni cerca del mar.

Marco se echó adelante y empujó hacia ella la taza de café para que empezara a desayunar.

— Lamento escucharlo. — murmuró bebiendo de la suya — Me imagino que debió ser muy difícil para tu padre… pero uno no puede esconderse para siempre de lo que siente, algún día la culpa nos alcanza.

— ¿Culpa? — Helena arrugó el entrecejo — ¿Por qué habría de sentir culpa mi padre por la muerte de mi madre? El cáncer no es culpa de nadie…

Marco se mordió el labio, maldiciendo internamente por decir aquella estupidez. Se había estado preparando todo un año para aquel momento, y si alguien sabía que una sola palabra podía echarlo todo a perder era él.

— Lo siento. — se disculpó — Sólo es una expresión, no me refería a tu papá específicamente. No fue mi intención molestarte.

Helena tragó en seco y se cubrió la cara con las manos por algunos segundos.

— No. Perdóname tú a mí. No sé ni lo que digo, solo… supongo que estoy muy sensible con todo lo que pasó. Discúlpame.

Marco volvió a transformar su expresión en una máscara de tranquilidad. Sabía que en algún momento se sentiría como una basura por lo que estaba haciendo, pero ese momento no había llegado todavía.

— Tranquila. Puedes desquitarte conmigo todo lo que quieras. — la calmó — Vivir lo que tú viviste y seguir como si nada hubiera pasado es imposible, así que debes prepararte para muchos cambios.

Helena se llevó la taza de café a los labios y bebió con lentitud. Sabía a lo que se refería, podía sentir aquel cambio en los huesos, en la ansiedad que sentía desde que se había despertado.

— No sé qué se supone que debo hacer. — susurró — Quisiera solo estar aquí, solo… existir sin tener que pensar en nada más.

— Pero debes pensarlo, bonita. Tienes que pensar en lo que vas a hacer de aquí en adelante, porque hasta que no lo resuelvas no estarás en paz. — le dio la vuelta a la mesa, se sentó a su lado y alargó un brazo para atraerla hacia su pecho — Pero si lo quieres es sólo existir aquí y ahora, puedo hacerlo contigo. ¿Está bien?

Helena no entendía por qué se sentía tan bien estar acurrucada en sus brazos, pero se quedó allí, sin pensar en nada, sin sentir nada más que la brisa del amanecer en aquel puerto de Marsella. Y por extraño que pudiera parecer, estar abrazada a aquel extraño era el sentimiento más calmante que había experimentado en su vida.

— No quiero ser una víctima. — dijo por fin— Ya me sentí así, hace muchos años, cuando mamá murió. Conozco esa sensación de estar indefensa, impotente, y juré que no me permitiría estar así nunca más.

— ¿Por eso no quieres ir a la policía?

Helena asintió.

— Pero tampoco puedo dejar que ese infeliz le haga esto a alguien más.

Marco atrapó su barbilla y la levantó hasta que Helena le miró a los ojos. Una parte de él, la parte que venía moldeando en la oscuridad desde hacía un año, sólo quería ver cómo aquella sonrisa se autodestruía poco a poco; pero otra parte de él, una que despertaba a cada segundo, quería consolarla por la forma en que sabía que se sentía.

— Quizás no lo recuerdes, pero anoche te dije que si no querías lidiar con la policía, entonces no tenías que hacerlo.

— Lo recuerdo, y recuerdo que no entendí lo que quisiste decir…

El italiano pudo en su mano el diario de Marsella de esa mañana, perfectamente doblado en cuatro pliegues.

— Quise decir que las cosas pasan en más de una forma. — contestó él con el rostro impasible — Y a veces esa forma… es la más conveniente.

La muchacha abrió la boca para decir algo, pero aquella forma de hablar era demasiado críptica, así que prefirió quedarse callada y desdoblar el diario que tenía entre las manos. Estaba allí, en la primera página: el acontecimiento más sangriento del día anterior, y si bien el rostro en la fotografía había quedado irreconocible, Helena era perfectamente capaz de recordar aquel nombre.

Se levantó de un salto, soltando el periódico como si la hubiera atravesado una corriente eléctrica.

— ¿Tú…. tú sabes quién hizo esto? — balbuceó sin aire.

— Creo que realmente lo que quieres preguntar es si yo lo hice. — respondió Marco.

La descripción era clara: cinco costillas quebradas, una rodilla y una clavícula deshechas, un brazo probablemente inutilizado de por vida, un pulmón perforado y varias heridas internas que lo dejarían postrado en la cama de un hospital quizás por meses. Eso sin contar con las fracturas de mandíbula y de pómulo, que deformarían para siempre la expresión de quien un día había sido Samuel.

Helena tragó en seco, mientras las manos empezaban a temblarle.

— ¿Tú lo hiciste? — preguntó por fin si atreverse a mirarlo a los ojos.

— ¿Qué preferirías escuchar?

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