5. Dime que no te gusta

Thiago

— ¿Layla? — la llamo pero tarda en reaccionar.

Está embebida en el fuego de la chimenea como si estuviera  a punto de lanzarse dentro.

No imagino la maraña de emociones que ha tenido hasta ahora pero yo estoy igual, aunque me he esforzado demasiado por ocultarlo.

Tenía esta noche perfectamente planeada hasta que la vi buscándome como una loca por los pasillos de la mansión Worcester. Esperé un escándalo de su parte y en lugar de eso sólo se aferró a mi cuerpo como si acabáramos de despertar en el mugroso sofá donde dormimos juntos. Eso me descolocó, debo confesarlo, como me alteró el hecho de que tiene el poder de hacerme olvidar que quiero estrangularla.

Creo que por eso la besé y terminé haciéndole… todo lo demás. Necesitaba comprobar que aunque las palabras “bastardo” y “repugnante” salieron de su boca, su cuerpo se somete al mío cuando yo quiero. Me respondió con la pasión exacta que esperaba, se corrió entre mis dedos y gritó contra la tela de mi camisa porque una cosa pasa en su cabeza, con sus asquerosos prejuicios sociales, y otra muy diferente pasa entre sus piernas,

Me toco las yemas de los dedos y puedo sentir todavía lo suave que es su interior. Sé que se olvida de sí misma cuando se excita y eso es condenadamente sexy. Sería un estúpido si negara que me encanta hacer que se corra entre mis manos.

— ¿Layla? — vuelvo a llamar y otra vez no contesta.

Está como ausente desde que Russo la golpeó… No me sorprendió recibir su bofetada, la estaba esperando, lo que sí me sorprendió fue que su padre se la devolviera, y más delante de mí. Debo confesar que tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no descargar mi puño sobre su mandíbula y sacar a Russo Stafford a patadas como el perro que es.

Layla puede ser lo que sea, hacer lo que sea, que no hay motivo ni justificación posible en este mundo para ponerle la mano encima a una mujer. ¡Jamás!

Veo que se da la vuelta despacio y me mira con expresión indescifrable. Las lagrimas que le caían por las mejillas se secaron y no hay un solo gesto de sus ojos que indique lo que está pasando por su cabeza.

— Lamento que tu padre te haya pegado…

— No te molestes. — me interrumpe, pero a diferencia del volcán que espero encontrar, su voz es fría y cansada — No pasa nada.

Me meto las manos en los bolsillos. Este era el momento de lidiar con una fiera histérica, recibir golpes y maldiciones, esquivar los trozos de vidrio de las copas que me lance, echarla sobre mi hombro como un neandertal y subirla a la fuerza al jet para llevármela a Mónaco… pero en lugar de eso tengo frente a mí a una mujer impávida, perfectamente controlada. ¿Acaso es bipolar?

— Nos iremos en unos minutos. — la veo asentir con tranquilidad, como si fuera mi secretaria en vez de la mujer a la que estoy obligando a irse conmigo — No hace falta que te cambies, habrá ropa de sobra esperándote en Mónaco, además puedes salir a comprar la que quieras.

Asiente de nuevo y me desespero. ¿Tendré que lidiar con una muda durante los próximos tres meses?

— ¿Algo que quieras decir? — la increpo.

— No, así estoy bien. — sus labios se curvan un poco, pero la sonrisa que quiere aparentar no llega.

— Si mal no recuerdo tenías algo que decirme cuando llegaste. — insisto.

Necesito pelear con ella, necesito la confrontación, la rabia, sacarlo todo y seguir adelante, así soy yo. Pero me priva de lo más elemental que es la capacidad para desahogarme con ella. No se le puede gritar a una mujer calmada.

Mira algún punto indefinido de mi traje oscuro y luego sus ojos suben a los míos. Parece que se debate entre tomarse o no la molestia de contestarme con honestidad.

— Esta noche llegué a esta casa… corriendo, buscándote. Tenía una necesidad inexplicable de advertirte, de… salvarte. — ahora sí ríe, pero es como si estuviera burlándose de sí misma — Me dije que algo muy poderoso debía pasar para que un hombre como tú me comprara, o mejor dicho, comprara el título de mi padre sin importarle la vida o los sentimientos de la persona que venía… —busca la palabra precisa — adjunta a él. Me dije que tenía que darte el beneficio de la duda porque no sabía nada de ti… y era cierto: No sé nada de ti. Y cometí un error.

— ¿Por qué? — este es mi momento — ¿Porque no hay una pizca de aristocracia en el apellido del hombre con el que vas a casarte, o porque te acostaste conmigo antes de saber que era un bastardo?

— Exacto, — responde con voz cansada — porque eres un bastardo, y eso no tiene nada que ver con tu apellido.

Me quedo de piedra mientras se da la vuelta para volver a ver al fuego. ¿Qué mierda significa eso? Yo escuché perfectamente lo que le decía a su padre sobre mí. Abro la boca para reclamarle y unos toques en la puerta me interrumpen.

— Señor D´cruz, el auto ya está listo.

Layla se gira, levanta la barbilla, camina hasta llegar a mí con unos movimientos suaves y coordinados y me ofrece su mano con una sonrisa.

“¿Qué demonios…?” Sé que esa es la pregunta que se refleja en mi cara, o al menos es a la que ella responde:

— ¿Quieres entrar en la aristocracia inglesa? Bien. Yo voy a enseñarte cómo, y tu primera lección es esta: tienes que aprender a ser hipócrita. Lo que sea que sientas o pienses, guárdatelo, trágatelo, entiérralo donde nadie lo vea porque a nadie le interesa. Ahora, pon una sonrisa convincente en tu cara, y vamos a despedirnos de tus invitados.

Mis dientes chocan y siento que mi mandíbula está a punto de romperse. Odio su cinismo, pero no me puedo quejar, después de todo hice lo que hice para desenmascarar a la verdadera Layla, o para molestarla, o para… ¡Dios! ¿Por qué hago esto? Hay cientos de mujeres allá afuera que no me torturarían de esta manera.

Tomo su mano y nos dirigimos al salón. Todos saben que algo pasa pero nadie pregunta, nos excuso con cortesía y en menos de media hora estamos llegando al aeropuerto. Layla no menciona una sola palabra en todo el trayecto, y yo estoy cada vez más enojado.

Quiero que me grite, que llore, que reaccione, porque si voy a tener una máquina a mi lado durante todo el viaje me voy a pegar un tiro.

Se acomoda en uno de los asientos del avión y mira afuera, a veces le sonríe a la azafata, que me coquetea abiertamente sin que Layla haga el más mínimo intento por defender su territorio. Pero ¿qué va a defender? Yo no soy suyo, ella nunca ha querido que lo sea.

— ¿Ni siquiera vas a preguntar a dónde vamos? — digo después del segundo coñac, porque estoy dispuesto a mortificarla con cualquier cosa.

Me mira como una madre que mira a un niño malcriado y de la misma manera me contesta:

— Una dama inglesa jamás pregunta. Con que su marido sepa a dónde va es más que suficiente.

Maldigo por lo bajo.

— ¿Pretendes convertirte a propósito en la mujer más aburrida de la tierra? — espeto con sorna.

— No lo intento, pero a eso llegaremos. — admite llevándose a los labios la copa de martini que le ha traído la azafata — Como bien has dicho esta noche, estaré a tu servicio por dos años, considera mis lecciones como una muestra gratis de lo que vas a vivir en ese tiempo, y de lo que se espera de los dos.

No puedo entenderlo, es como si los papeles se hubieran invertido completamente desde la noche en que nos acostamos: ella cada vez más fría, yo cada vez más frustrado. Si no fuera por el autocontrol que tengo ya hubiera roto la colección de copas del avión y después le hubiera arrancado el maldito vestido sobre una de las mesas.

Paso las dos horas siguientes en agonía mientras Layla cierra los ojos y… ¡se duerme! La condenada se ha dormido mientras yo estoy ahogándome en mi furia. Tengo que ser más drástico, pareciera que ahora mismo el único que se está castigando soy yo y esa no era la idea de tenerla alejada de todo y de todos por tanto tiempo.

— Señor, hemos llegado. — anuncia el capitán saliendo de la cabina y extendiéndome la mano con respeto — Espero que haya tenido un excelente vuelo.

— Maravilloso, Esteban. Gracias. — le devuelto la cortesía y cuando me giro para despertar a Layla ya está a mi lado, sonriendo como una muñequita mientras estrecha también la mano del piloto.

 Otra hora en carretera hasta llegar a la villa que tengo reservada en Montecarlo y ya son las dos de la madrugada. Jamás he estado en esta villa, Lucrecia la rentó por mí para los próximos tres meses y acomodó todo para que viniéramos, no sin antes decirme cuán decepcionada estaba por mi comportamiento. ¡Al diablo con todos!

Recorro la villa en silencio porque me encanta su composición. Si yo mismo la hubiera hecho no sería tan de mi agrado, se ve que la loca de Lucrecia me conoce.

Me detengo a pensar en cuál me había dicho que era la recámara principal y siento que alguien se topa contra mi espalda. Layla se despereza y se disculpa, al parecer viene medio dormida. Así parece más niña aunque ya tiene veinticinco años.

Tiene los ojos cansados y se ha aguantado algunas lágrimas en el camino. Pero no es por mí, no señor. ¡Debe ser terrible estar lejos de su amante después de todo!

Soy un condenado intermitente de emociones, lo mismo quiero besarla que matarla, y todo termina recordándome invariablemente que es una arpía.

Abro una muerta a mi derecha y le hago una señal para que pase, una señal a la que obedece con la misma pasividad en que se ha sumido durante la noche.

La habitación debe tener unos sesenta metros cuadrados, es enorme hasta para mí que me gusta tener mucho espacio. Tiene un par de vestidores completamente equipados, con un espejo que abarca toda la pared, y un baño con ducha inteligente y jacuzzi.  

Empiezo a quitarme la camisa y veo que Layla se queda de pie en medio de la habitación, como una estatua.

— Vas a dormir conmigo. — digo como si fuera la sentencia de un juez y ella sólo asiente — ¡Maldita sea! ¿Ni siquiera vas a protestar?

— Una dama inglesa jamás protesta. — me alecciona ladeando un poco la cabeza — Además estoy segura de que si estamos aquí es para que puedas probar la mercancía.

Toda la tranquilidad de la que he hecho acopio hasta este momento se va al carajo. Yo solito me busqué que me trate como a un maldito desalmado, pero ella no es diferente a mí, ella se hubiera casado con cualquiera antes que conmigo. No tenía problemas con que le diera el placer que quería, pero prefería casarse con cualquiera antes que con un bastardo. Bueno, pues le voy a dar el gusto.

— Tienes razón, todavía está por verse si eres capaz de satisfacerme por completo. Desnúdate.

Sus ojos se detienen en los míos un instante, luego lleva las manos a sus hombros y se saca las mangas. Sus movimientos son suaves pero no titubea. La tela resbala por su cuerpo mientras voy quitándome mi ropa y al final quedamos frente a frente, ella en braga y tacones, yo tan desnudo como vine al mundo.

No hace un solo gesto pero sé que su vista periférica incluye mi miembro. Es la primera vez que hay suficiente luz como para que se asegure de todo lo que voy a poner en su interior.

— Yo también me equivoqué contigo. — murmuro acercándome a ella y rozando la curva de su cuello con mis labios mientras mis manos van a posarse en sus nalgas — Creí que eras más que una niñita malcriada que sólo necesitaba ayuda… y resultó que eres una arpía prejuiciosa que sólo quiere usarme para lo que le conviene.

La veo hacer el primer gesto diferente de la noche, y es de absoluta incomprensión, pero no doy tiempo a que diga una sola palabra, ya no quiero escuchar lo que sale de su boca.

— ¡Ni lo intentes! — le advierto — Callada te defiendes más.

Y es todo lo que digo antes de que mi voz por fin se convierta en gruñidos y tome sus labios con ferocidad. No responde a mi beso y por primera vez no me importa. Puede decir que soy un bastardo, pero este bastardo le ha provocado ya tres orgasmos y se los pienso cobrar con intereses.

Mis manos recorren su cuerpo y no son precisamente caricias. Aprieto uno de sus senos y sé que el gemido que le arranco no es de placer. La pego a mi cuerpo, haciendo que sienta mi miembro endurecido sobre su vientre y trata de apartarse pero vamos… su fuerza no tiene nada que ver con la mía.

Enredo los dedos en los cabellos de su nuca y la obligo a inclinar atrás la cabeza mientras meto mi lengua en su boca. Se aferra a mis brazos, porque subida como está en esos tacones, su equilibrio depende de ello.

Tiro con fuerza rompiendo la braga y sé que alguna marca le quedará por el tirón, pero no me importa. Mis dedos van a su clítoris y lo castigo hasta que empiezo a sentir la humedad en mi mano. Sé que es involuntario, si por ella fuera ya me habría golpeado, pero hace dos noches comprobé que en cierto punto su cuerpo y su cerebro se convierten en dos entidades separadas y pretendo aprovecharme de uno para atormentar al otro.

No me devuelve ni un solo roce. No hace ni un solo gemido. No me pide que siga aunque es obvio que su cuerpo lo desea, y sé que es por no darme el gusto, porque sabe que me gusta escucharla. Esto es la guerra y en la guerra no hay ética ni nada parecido.

La hago girar sobre sí misma y la obligo a poner sus dos manos abiertas sobre el espejo. Aparece completamente en él, desnuda, ligera, hermosa. Y detrás estoy yo, aún con los tacones le saco al menos quince centímetros y mi cuerpo tiene dos veces el ancho del suyo, así que es un maravilloso espectáculo verme allí, con un brazo rodeando su cintura, impidiendo su escape, y con el otro masajeando su clítoris, tocándola, penetrándola por breves momentos con mis dedos…

Gira la cabeza a la derecha pero la mano con que la retengo va directo a su cara y hace una pinza a cada lado de sus mejillas obligándola a mirar.

— Quiero que veas. — gruño en su oído y la siento temblar — Ahora mismo darías cualquier cosa por que no te gustara, pero te gusta. Por eso quiero que veas. Puedo ser el mayor bastardo del mundo pero esto: — saco mis dedos de su interior y le muestro el líquido que se escurre entre ellos — ¡esto no miente, nena!

— Hijo de…

Descargo mi mano contra una de sus nalgas y da un respingo asustado. Su boca se convierte en una línea fina y puedo ver la fiereza en sus ojos, pero aprieta los muslos y entiendo que se está conteniendo todo lo que puede. Hago fuerza de nuevo para que abra las piernas y muerdo la piel de su cuello mientras pellizco sus senos. Mi miembro rozando bajo su sexo empieza a llenarse de toda la humedad que inútilmente se niega a darme.

— ¿No te odias ahora? — la increpo con una sonrisa maligna que no me reconozco — ¿No odias disfrutar tanto que te “monte” un hombre como yo?

¿La “monte”? ¿De dónde me ha salido esa idiotez?

Me clava con furia el tacón de su zapato y yo la penetro de una sola estocada. Gritamos los dos y no es precisamente de placer. Pero esto sigue siendo la guerra y no me detengo. Mis manos están en sus caderas y empujo todo lo que tengo en su interior. Sus paredes me envuelven como un guante y palpitan porque no le he dado tiempo a acostumbrarse.

¡De esta salgo muerto pero victorioso!

Jamás he tenido sexo como este. La embisto olvidándome de todo. Sé que estoy castigándonos a los dos, a mí porque odio lo que estoy haciendo y a ella precisamente porque lo disfruta.

La inclino un poco hacia adelante y siento que la punta de mi miembro golpea con el final de su sexo, envuelvo su cabello en una de mis manos y la otra se va directo a una de sus nalgas. Intenta mantenerse callada pero no lo logra del todo.

— Sabes que me gustan las palabras, nena. Quiero oírte decir que no te gusta. — mi pecho se pega a su espalda y entro más profundo, más fuerte, más rápido — ¡Dime que no te gusta!

Sus ojos destellan y sé que la próxima vez que cierre los míos me asesinará mientras duermo, pero estoy dispuesto a correr ese riesgo.

Otra nalgada y siento en la punta de mi glande ese cosquilleo que anuncia su orgasmo. Se va a correr conmigo dentro, aunque no quiera, aunque diga lo que diga. Mi mano va a su garganta y mi boca a su oído, y me dejo llevar como jamás lo he hecho. Quiero romperla, quiero que le duela y le guste y grite y se corra y pida más y se rinda… Siento el sudor de su trasero contra mi pelvis, mi ingle se clava detrás de sus nalgas con cada invasión de mi miembro…

— ¡Es hora de gritar, nena!

La veo apretar los labios en un gesto de desafío y la penetro todavía más duro, más violento, más rápido, pero no logro que haga un solo sonido. Cierra los ojos, sus manos se vuelven puños contra el espejo y el orgasmo le llega como una tormenta, arrasando con todo. Su cuerpo se tensa y se encoge más sobre mí, y yo no me detengo porque quiero dárselo todo, absolutamente todo maldita sea porque esta es mi guerra y solo yo…

Layla abre la boca y el grito que espero no llega. El final de su orgasmo se rompe en un sollozo que me hace parar de golpe y mi erección se viene abajo como una torre de naipes. ¡Soldado caído!

La suelto al instante, salgo de ella y todo lo que escucho es una mezcla de sollozos que desembocan en una risa histérica o no sé…

— ¿Layla? — ahora el que tiemblo soy yo.

¿Qué coño estoy haciendo?

Este no soy yo.

Mi madre se revolcaría en su tumba si supiera lo que acabo de hacer. Poco importa si no le gusto a Layla porque soy un bastardo, si piensa que no soy suficientemente bueno para ella o si sencillamente no me quiere… no puedo obligarla a que cambie su forma de pensar.

Después de todo, no puedo culparla por los prejuicios que tiene, son los mismos de toda la maldita sociedad a la que pretendo entrar casándome con ella… ¿Qué esperaba? No puedo castigarla por no querer estar conmigo. ¿Y qué si sólo soy bueno para su cama?

Se me hace un nudo en el estómago, soy una mierda impulsiva y rencorosa y no sé por qué. Siempre me ha importado un carajo lo que la gente piense, pero no ella…

— ¿Layla?

Sigue de pie, con las piernas abiertas, las palmas de sus manos contra el espejo y la cabeza gacha. Su pecho se mueve suavemente al compás de… la verdad no sé si está riendo, llorando o los dos a la vez.

Gira un poco el rostro y puedo ver las lágrimas rodando sobre los sonrientes labios. Y un escalofrío me recorre la espina dorsal como un latigazo.

— ¡Sí me gusta! — se da la vuelta y apoya la espalda en el espejo — ¡Y sí me odio! ¡Me he odiado desde que tengo memoria! Pero no te preocupes, cuando te pases dos años en mi mundo tú también te odiarás. — se pasa la lengua por la comisura de los labios y absorbe una lágrima para saborearla.

Me llevo las manos a la cabeza y no me atrevo a acercarme a ella. Este no soy yo. ¿Qué estoy haciendo?

— Lo siento. No quería lastimarte. Sólo quería…

— Sé lo que querías, — me interrumpe. Se separa del espejo, camina hacia mí y se queda a menos de cinco centímetros de mi cuerpo. Echa atrás la cabeza para verme y la expresión de sus ojos me estremece — tú no vas a inventar el arte de lastimarme, alguien ya lo hizo antes que tú. Así que no te des tanto crédito, tú sólo eres otro Russo Stafford en mi vida.

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