Todo de ti
Todo de ti
Por: Day Torres
1. Besos en la noche

Thiago

La villa debe tener al menos mil quinientos metros cuadrados y no menos de trescientos años. No me es difícil calcularlo a ojo porque después de todo soy dueño de una constructora. Para el mundo es una maravilla arquitectónica, pero a mí no me roba el aliento. Soy un hombre de cifras, inversiones y análisis de riesgos, si he de admirar alguna belleza, prefiero que venga en forma de mujer.

No me malentiendan, no soy un mujeriego. Fui criado por una madre soltera que me enseñó con el ejemplo el valor de una buena mujer, así cada una de las mujeres que han pasado por mi vida han sido valiosas para mí, aunque lamentablemente no todas han sido buenas.

Entro en lo que hace trescientos años todos llamarían palacio, y busco a mi padre con la mirada. Debí haber llegado con él para que nos presentaran juntos, después de todo mi nombre es absolutamente desconocido entre la aristocracia inglesa, pero tuve una junta que no podía evadir y negocios son negocios.

Intento evitar miradas curiosas hasta que lo encuentro en una esquina del salón, hablando con unos hombres que, por su expresión, es imposible distinguir si son amigos o enemigos. Tomo una copa de champaña que me ofrece un camarero y me acerco con tranquilidad, ser un desconocido en cualquier ambiente, incluso en este, jamás ha logrado quitarme la seguridad en mí mismo.

— Buenas noches. — saludo con la cortesía requerida mientras hago una leve inclinación de cabeza. Odio el protocolo de la aristocracia, pero lo he aprendido a fuerza, porque algún día no muy lejano seré parte de ella.

Mi padre esboza una mueca que se parece mucho a una sonrisa, creo que esta gente ya no sabe cómo sonreír de verdad, pasa un brazo tras mi espalda y me presenta a sus… ¿amigos? con mucha ceremonia.

— ¡Hijo, has llegado! Permíteme presentarte. — señala con un gesto leve de su copa — El Conde de Kent, el Barón Hastings, y el Barón de Hudson. — voy estrechando manos e inclinando la cabeza. De esta payasada voy a salir con tortícolis. — Este es mi hijo, Thiago.

Thiago a secas, no puede seguir y lo sabe, porque mi apellido es D´cruz, común en Portugal, pero muy alejado de los títulos nobiliarios ingleses. ¿La causa? Es obvia ¿No? Soy un hijo ilegítimo, o como dirían tras estas cortinas de lujo, soy un bastardo.

Taddeo Clifford, Conde de Worcester, jamás se preocupó por mí ni me reconoció, porque según él desconocía mi existencia. Al parecer mi madre decidió ser sincera con él antes de morir y le envió una carta contándole sobre mí, y ahora, al cabo de treinta y cuatro años, mi padre decidió reconocerme como su hijo legítimo... aunque eso todavía está en proceso.

— Thiago es el propietario de Ankora, la constructora portuguesa— sigue mi padre, como si fuera necesario explicar más. Pero no hace falta.

— ¿Ankora? — el Barón Hasting abre los ojos y se atusa el blanco bigote con sutileza — ¿La constructora que hizo el domo para las últimas Olimpiadas?

— Así es. — contesto con una sonrisa mecánica. Me gusta que no conozcan mi nombre aunque sí conozcan mi empresa; significa que mi deseo de mantener mi vida privada en la mayor discreción posible ha funcionado.

— ¿Algún nuevo proyecto en el que valga la pena invertir? — parece interesado el Conde de Kent. Es más joven que todos los otros pero aún así debe rondar ya los cincuenta años.

— Los proyectos que tenemos están ya muy avanzados, pero en cuanto surja una buena oportunidad, serán los primeros inversionistas a los que llame. — miento descaradamente.

Ni aunque estuviera loco me asociaría con uno de estos nobles. No es por menospreciar, pero la mayoría vive de sus títulos y de su herencia familiar, perdiendo dinero cada día en lugar de poner su esfuerzo o conocimiento en multiplicarlo.

— Con su permiso, quisiera presentar a mi hijo al Conde de Derby, me ha estado preguntando mucho por él. — afirma mi padre y dejamos atrás al trío de vejetes.

La noche se pasa como si fuera una espiral, igual que el camino que recorremos en el salón: una vuelta alrededor, saludamos, inclinamos cabezas, levantamos copas, habla de mi compañía, asombros asombros, y de nuevo saludamos, levantamos copas, inclinamos cabezas…

Miro el Rolex en mi mano y son apenas las doce de la noche. Estas fiestas van para largo así que lanzo un suspiro por lo bajo porque estoy mortalmente aburrido. Las mujeres parecen todas iguales, con largos vestidos, rígidos peinados y todas con algunas copas de más. Es lógico, sus maridos, vestidos de pingüinos, beben, fuman y hablan de “negocios” sin prestarles la menor atención.

Hay música, pero nadie baila. Esta velada en mi país sería un fiasco absoluto, pero qué le vamos a hacer. Ya cambié el champán por coñac, y a Dios gracias que lo hice porque ahí viene la charla que mi padre estaba esperando darme.

— Hace un par de días hablé con el Duque de Richmond. — ya se había tardado — Su hija Layla está disponible… quiero decir, dispuesta. — se atropella un poco con sus propias palabras.

— Haces un gran esfuerzo por no darme la impresión de que el matrimonio al que quieres empujarme, no es más que un negocio. — digo sin una expresión definida en la voz. He aprendido a mantener mis emociones a raya cuando estoy en público.

— Hijo, tú no naciste en este mundo, entiendo que los matrimonios arreglados no sean algo natural para ti, pero un título es siempre un título. — dice con un mohín que no sé descifrar.

— Puedo tener el tuyo. — soy severo y lo sé, pero es que no me gusta andarme por las ramas.

— ¡Por supuesto que lo tendrás! Un día serás el Conde de Worcester, pero entiende que tu hermano es mi primogénito y es el legítimo heredero de mi título. No puedo pasar sobre su cabeza sin una buena justificación…

Una risa completamente inapropiada se me escapa, pero por una vez no me molesto en evitarla. Aparentemente ser un drogadicto, vago, bueno para nada no es justificación suficiente. Mi hermano Percy es siete años mayor que yo, y llegó a la crisis de los cuarenta sin esposa ni hijos. Su único amor es una línea de cocaína y una tarjeta de crédito ilimitada que, sospecho, nuestro padre ya no puede mantener.

— Sabes que eres el único de mis hijos que tiene la presencia necesaria para responder por el título de Conde de Worcester. — se empeña de nuevo — Pero la aristocracia tiene sus reglas y por mucho dinero que tengas, eso no garantiza que serás bien recibido. Un matrimonio, por otro lado, puede hacerte el camino más fácil.

“¿A mí, o a ti?” quiero preguntar pero me aguanto. Me reencontré con Taddeo Clifford desde hace cinco años, y desde entonces está en el “proceso” de reconocerme como su hijo y futuro Conde de Worcester. La verdad no es que me palpite el corazón por ello, pero aparte de mi hermano, que obviamente me odia, mi padre es la única familia que me queda en el mundo y está viejo, ha sufrido dos infartos y esta parece ser su voluntad más importante. Ya perdí a mi madre, no quiero perderlo también a él sin haber cumplido sus deseos.

— ¿Qué te dijo el Duque? — consiento con un suspiro y la cara del viejo se ilumina.

— Russo Stafford tiene sólo una hija, la única heredera al título del Ducado de Richmond, me dice que es una muchacha muy seria y correcta, educada en todas las etiquetas de nuestra sociedad. Me han dicho también que es bonita, aunque hace varios años que nadie la ve en nuestras fiestas. Al parecer ha estado un poco enferma.

Arqueo una ceja divertida. Me encantaría saber qué es lo que no me está diciendo.

— ¿Y la muchacha está… dispuesta? — pregunto remedándolo mientras me llevo un trago a los labios.

— Así es. — sonríe mi padre.

— ¿Y cuánto me va a costar?

Lo veo abrir los ojos desmesuradamente y sé que he dado en el blanco. Siempre es lo mismo con estos nobles, te miran por encima del hombro hasta que necesitan tu dinero.

— Bueno… la verdad… — parece incómodo, así que lo hago beber de su vaso y lo animo a que continúe — No hemos hablado de cantidades, pero creo que, dado que el título de Duque sobrepasa al nuestro, será un número de ocho cifras.

No necesito hacer un cálculo mental, cualquier cifra entre los diez y los noventa y nueve millones no representan un problema para mí, lo que me molesta es pagar por una mujer, o por un título, o por…Respiro hondo, me obligo a pensar que estoy pagando solo por la felicidad de mi padre, por mantener su legado, y que eso no debe molestarme.

— De acuerdo. — acepto aún rezongando — Pásame la cifra y haz una cita con ellos. — me termino el coñac para tener una justificación para abandonarlo un rato — Voy por otro.

La verdad no necesito beber más, sólo quiero largarme un rato a un lugar donde pueda estar solo, lejos del chirrido de los violines que, aunque Dios no me perdone, aún no he aprendido a apreciar. Abro la primera puerta que encuentro disimulada tras cortinas y me escabullo de la celebración. Camino una veintena de pasos por un pasillo pobremente iluminado y termino en una maraña de corredores en los que podría fácilmente perderme, pero no me importa, prefiero caminar en soledad.

Avanzo y aprecio el silencio que se va haciendo a mi alrededor. En cierto punto calculo y sé que me he alejado más de cien metros y que, posiblemente, esté entrando en el ala oeste de la villa. La mayoría de las habitaciones están no solo desocupadas sino en un estado de triste abandono, al parecer los encumbrados dueños solo pueden mantener una parte de la residencia y esta ha quedado vacía y sucia.

Estoy a punto de volver cuando un sonido de vidrios rotos me saca de mi abstracción. Camino los últimos pasos que me separan de una puerta semiabierta y un salón débilmente iluminado por una lámpara, y ahí la veo. Hay un bar enorme pegado a la pared del fondo, donde todavía se conservan algunas copas y botellas polvorientas.

Detrás de la barra está ella.

No puedo ver su cara, sólo un vestido rojo que se abre desde su muslo derecho hasta el suelo, y que deja ver los hombros de una silueta de color alabastro. Esta mujer tiene curvas delicadas, mientras me acerco distingo el cabello de un castaño muy claro que se le sale del moño y le cae en ondulados mechones a cada lado del rostro. Tiene labios gruesos, facciones distinguidas y…

— ¡Maldito infeliz hijo de p…! — y vocabulario de camionero.

No termina el insulto porque lanza una copa contra la pared más cercana y supongo que ahí se fue su rabia. Si este es el origen del ruido de vidrios rompiéndose, significa que debe estar casi por acabar con toda la colección de copas. Está tan absorta en lo que hace que ni siquiera se ha dado cuenta de que estoy aquí.

Saca otra del estante que hay tras ella y vacía un poco de lo que sea que haya en esa botella que lleva en la mano. Se lo bebe de una vez y deja caer la cabeza sobre el pecho. Escucho un sonido extraño y sé que viene de allí, de lo más hondo de su ser. Y no puedo evitar quedarme como una estatua porque hace demasiados años que no lo escuchaba.

Está sollozando, primero con rabia, luego con frustración y sé lo que viene, sé hacia dónde va ese tipo de llanto que se ahoga y resurge y arrastra todo a su paso. Veo que levanta la copa y esta vez su blanco es la barra, la estrella contra la vieja superficie de madera con toda la fuerza de su brazo y sé que no hay forma de que no se haya lastimado. Estoy a menos de dos metros cuando la veo agarrar un trozo de cristal con esa mano y apretarlo…

— ¡Súeltalo…! — no grito, sólo soy enérgico. No sé en qué momento he llegado pero estoy tras ella. La aprieto contra mi cuerpo con el brazo izquierdo, mientras con el derecho sostengo su muñeca para obligarla a que deje ir el pedazo de cristal — ¡Súeltalo! — susurro en su oído con toda la suavidad que la adrenalina me permite y se queda inmóvil, no sé si sorprendida o asustada.

Su pecho no deja de subir y bajar con los sollozos. Sé que no puede evitarlo, pero me tranquiliza que poco a poco vaya abriendo los dedos hasta el que vidrio cae al piso. La luz es escasa en el salón, pero es suficiente para ver que no hay pedazos pequeños incrustados en la palma de su mano.

Su espalda está contra mi pecho, echa atrás la cabeza y siento que pierde fuerzas. Me dejo resbalar por la pared hasta quedar sentado en el suelo con ella encima, que sigue llorando como si el mundo se terminara. Saco el pañuelo de mi traje con la única mano que tengo libre y envuelvo la suya con gesto torpe, porque no me atrevo a soltarla.

Aprieta los puños y sé que quiere sacarlo todo, sólo que no sabe cómo. La envuelvo en un abrazo y dejo caer la barbilla sobre su hombro.

— Puedes gritar. — mi boca roza su cuello, no sé por qué lo hago, ni siquiera sé quién es, pero no puedo evitarlo — Conozco el sentimiento, de impotencia, de ira, de dolor. Te prometo que saldrá si gritas.

Me obedece, grita cerrando los ojos y su cuerpo se tensa de tal manera que creo que si la aprieto sólo un poco más se romperá. Una, dos, tres veces y luego su pecho se ahoga en busca de aire. Es terrible, lo sé, pero después de eso comienza a relajarse y en cierto punto sólo hay silenciosas lágrimas cayendo de sus ojos.

Le da vuelta a su rostro con los ojos cerrados y por primera vez puedo verla bien. Tiene unas pestañas largas y muy negras, una naricita respingona y los labios más apetecibles que he visto en mi vida. Abre los ojos poco a poco y veo que son de un color miel oscuro. Tiene una belleza extraña, de esa que parece que va a desaparecer de un momento a otro como polvo de hadas.

Levanta un poco la mano donde tiene enroscado mi pañuelo lleno de sangre y la mira como si fuera algo completamente ajeno.

— No vuelvas a hacerlo. — Dios sabe que no soy un rescatador de damiselas en peligro, pero por alguna razón verla lastimada es insoportable. La obligo a girar medio cuerpo para enfrentarme y atrapo su cara para que se concentre en mí. Mis dedos se mojan con sus lágrimas y eso me enfurece — Ningún maldito infeliz hijo de puta vale tu vida. — no sé por qué recuerdo cada palabra.

Hace un movimiento con la boca, como si quisiera responder, y siento que hay un resorte bajo mi pantalón. Sólo espero que no lo sienta. Me mira como si no entendiera y luego habla. Su voz es una seda en mis oídos:

— No iba a hacerme daño, — sus ojos se clavan en los míos y me estremezco — Créeme tengo motivos muy poderosos para vivir.

— ¿Y qué es esto entonces? — pregunto tomando su muñeca y levantando su mano herida.

La observa y veo que pasa saliva. Entiendo la confusión que siente, se ve que no era ella misma hace unos segundos.

— Yo… solo… solo necesitaba…

— Sentir algo. — termino por ella.

Asiente despacio y veo que sus labios tiemblan. Me provoca unas ganas horribles de besarla pero me aguanto.

— Necesitaba sentir… que estaba viva. — dice en un susurro.

— Puedo enseñarte diez maneras de sentirte viva justo ahora, y ninguna… — no intentaba ser coqueto, lo juro, pero no puedo terminar de hablar porque es demasiado obvio que está mirando mis labios.

Sus ojos trazan un camino hasta mis ojos y no puedo decir exactamente cuándo, pero siento la invasión de su boca sobre la mía. Sabe a vino y a deseo contenido y mi cuerpo responde en automático, apretándola sobre mi naciente erección mientras la escucho lanzar el suspiro más necesitado de la tierra.

La beso como si no fuéramos a despertar mañana, y sé que no será lo último que le haga a esta mujer.

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