4. YA NO

Luciana

Abro los ojos y me doy cuenta de que todo ha cambiado. Es tan diferente a la forma en que desperté hace poco más de un mes, que tal parece que hubieran pasado siglos. Sonrío frente al espejo porque por fin en más de quince años no tengo que extrañar a alguien, no me levanto pensando en alguien, no cargo con el dolor de saber que el padre de mi hijo murió por la mano de mi familia.

Los primeros días tras descubrir la verdad fueron terribles, pero Santi me dijo algo en lo que tiene toda la razón: Él tenía derecho a decidir.

Su decisión no fui yo y tengo que vivir con eso, pero debo ser honesta: me he quitado de encima el peso del mundo. Jamás voy a perdonar a Alonso, pero ya fueron demasiados años dedicados a un hombre que es evidente que no lo merecía. Sobreviví creyéndolo muerto, es hora de empezar a vivir ahora que sé que no lo está.

Saco un vestido rojo vino que me llega sólo un poco por encima de la rodilla y con mangas tres cuartos. Me cepillo el cabello y lo dejo suelto, y me maquillo un poquito más de lo normal, después de todo ya no estoy en la Fundación, no tengo que parecer sosa y desabrida. Mi nuevo trabajo me encanta, sobre todo me gusta poder arreglarme de nuevo y tener con qué.

Mi closet sufrió una renovación completa con mi última quincena, cortesía y bajo amenaza de Santi, que me prohibió terminantemente ponerme cualquier cosa que no sea linda. Me calzo unas balerinas plateadas, porque aunque me encantaría ponerme tacones, el nuevo trabajo requiere que camine mucho y terminaría con los pies destrozados.

¿Que dónde trabajo?

Bueno, eso también fue cortesía de Santi, y de su maestro.

Ya conocía a César Corso desde el concurso de cocina, pero su comunicación siempre fue mayor con mi hijo. El primer día de Santiago en su restaurante fue exactamente tan agradable como recordaba:

—Señora Santamarina… bueno, ¿puedo llamarla Luciana? —preguntó con gentileza—. Es que vamos a vernos mucho y se me hace raro tratarnos con tanta formalidad.

—Tú le puedes decir Solecito —dijo Santi y yo le abrí mucho los ojos pero sólo me gané una mirada de desafío—. Ella prefiere que le digan así.

Sé que estaba tratando de quitarme ese estigma por el que, durante tantos años, fue un nombre que le perteneció sólo a Grillo. No me agradó particularmente, pero ya no pude hacer nada cuando César comenzó a llamarme de esa manera.

—Que tengas suerte, mamá —se despidió Santi de mí ese día—. Vas a ver que encuentras algo rápido.

—¿Y qué estás buscando? —se interesó César.

—Trabajo —dije con una sonrisa que hace mucho tiempo no podía esbozar con sinceridad.

—¿Y en qué eres buena?

—¿Mi mamá? ¡En todo! —aseguró Santi y yo lo regañé, porque no me gusta que me ensalce tanto.

—Ammm… soy buena con los números. —respondí después de valorarlo un instante.

César achicó los ojos como quien piensa durante un segundo y luego me soltó de golpe:

—¿Sabes llevar un almacén?

Mi rostro se iluminó cuando me hizo esa pregunta, porque es exactamente lo que estuve haciendo por los últimos seis años.

—Sí, trabajaba para una fundación de ayuda a las familias necesitadas, y llevaba el almacén de las donaciones. Sé trabajar con inventario —no puedo negar que me entusiasmó, porque realmente necesitaba encontrar trabajo rápido.

—Bueno, el almacén de una cocina es un poquito diferente, porque trabajamos con muchos productos perecederos y tienes que estar pendiente de los pedidos y los envíos a cada restaurante.

Pestañeé un par de veces. Pensaba que este era “el” restaurante. César pareció comprenderme y nos hizo una seña para que lo siguiéramos. Detrás había un edificio de dos pisos, lleno de neveras y depósitos atestados de comida como para alimentar a todo Mónaco.

—Este es el almacén de mis doce restaurantes. —me explicó—. Yo dirijo este pero tengo otros once, y esta es la central de abastecimiento de todos. ¿Crees que podrás con esto, Solecito?

Sonreí con confianza, como ahora, porque he podido y puedo con eso desde ese día hasta hoy.

Me encanta dirigir el almacén, la paga es buenísima y aunque sí es mucha responsabilidad lo disfruto. He conocido a muchísima gente y lo mejor es que estoy cerca de Santi.

¡Además se come como los dioses ahí!

Me subo a mi carcachita traqueteante y en veinte minutos ya estoy ahí, organizando facturas y pedidos en mi oficina, ¡tengo una oficina!

—Señora Santamarina, quería avisarle que ya me voy a casa —la voz de Camilo, el chico que ayuda a acomodar todo cuando llegan los camiones de abasto, me saca de mi abstracción, y me doy cuenta de que ya pasan de las nueve de la noche.

—Camilo por dios debiste irte hace horas. ¿Qué haces todavía aquí?

—Es que Santi me hizo un pastel especial por el cumpleaños de Marianita, y quería esperar a que estuviera bien frío para llevármelo —me explica y su sonrisa se hace gigante porque adora a su pequeña hermana.

Sí, ese es mi hijo, ayudando a todo el mundo.

Me despido de Camilo y paso la siguiente hora rebuscando entre los proveedores de trufas porque se nos están terminando, pero sé que los favoritos de César no están disponibles ahora, así que me acerco a la cocina a preguntarle con la vista perdida en mi cartapacio de doscientos papeles con ofertas.

—César tenemos un problema con la entrega de las trufas —escucho sonar los calderos y levanto los ojos—. Creí que ya habían term…

¡Tiene que ser una broma!

Veo a Grillo con un niño en los brazos que no debe llegar a los cuatro años, no se parece mucho a él salvo por el color del cabello, debe ser como su madre. Me tenso cuando miro a Santi que no tiene ni una sola expresión en su rostro.

—Ya casi terminamos, Solecito. Danos unos minutos y te digo qué…

No escucho el resto, cuando mi cerebro vuelve a conectarse estoy contra la puerta de una de las oficinas de atención a cliente del almacén, con los pies en el aire mientras Grillo me besa como si no hubiera besado a otra mujer en quince años.

Me falta el aire y lo busco, separándome de su boca, pero es imposible que me separe de su cuerpo porque estoy literalmente a cuarenta centímetros del suelo, con un brazo de Grillo rodeando mi cintura y otro debajo de mis nalgas.

…¿entonces he sido yo quien lo he besado?

—Ahora dime quién carajo es ese y por qué te llama Solecito.

Me demoro en responder, sólo lo miro a los ojos porque estoy a punto de echarme a reír.

«No te importa»

«No tienes nada que reclamarme»

«¿Tengo cara de monja?»

«¿Quién carajo te crees que eres?»

Todo eso y más podría contestarle… ¡tanto más! Pero ¿para qué? ¿Qué ganaría? ¿Enzarzarme en una discusión sin sentido sobre por qué me dejó? No creo que valga la pena.

—Me llama Solecito porque mi hijo así lo decidió —respondo con sinceridad y siento que cierra más sus brazos a mi alrededor—. Por favor, bájame.

No lo hace, no se mueve, casi puedo sentir su corazón bombeando con fuerza a través de ese pecho en el que tantas veces me dormí.

Hace ademán de volver a besarme pero lo detengo.

—Lo siento, no me beso con hombres casados —eso también es cierto, pero es más cierto que no quiero besarlo a él. He estado soñando con sus besos durante tantos años que el corazón vuelve a dolerme sólo de pensarlo.

—Qué bueno entonces que no lo estoy —arrugo el entrecejo y parece adivinar mis pensamientos—. Solecito, Theo no es mi hijo, sus padres son mis amigos, soy su guardaespaldas.

Entiendo, pero eso no significa nada para mí. Tengo lágrimas al borde de los ojos y sé que mientras esté en sus brazos van a querer salir.

—Solecito lo siento —dice y los ojos se le humedecen de una manera en que jamás lo vi —. No debí dejarte, sé que no debí dejarte… pero yo no sabía…¡Solecito te juro que no sabía que estabas embarazada! ¡Si lo hubiera sabido yo jamás…!

Paso mis brazos detrás de su cuello y lo beso. No quiero que hable, no quiero escucharlo. No ahora.

Acomodo mis piernas alrededor de su cintura y me besa como si el fin del mundo estuviera a la vuelta de la esquina. Mi vestido se sube y dios bendito pero no es lo único que se sube. Tres segundos después se me escapa el primer gemido y hago algo que me prometí que nunca, nunca, jamás haría…

Con una mano empujo el marco de la puerta para separarnos de ahí y Grillo trastabilla hasta dar con una silla en la que se sienta. Mis balerinas se pierden en ese momento y siento sus manos subiendo por mis muslos casi con temor, como si no creyera lo que estoy haciendo… porque sí, todo esto lo estoy iniciando yo.

Quince años después estoy besando al hombre que me abandonó.

Quince años después estoy invadiendo esa boca que me juró que jamás me dejaría.

Quince años después estoy moviéndome entre gemidos sobre ese miembro que me dejó embarazada y sola… y dios se apiade de mi alma pero tengo que hacerlo.

Grillo es un hombre diferente ahora. Mis dedos repasan sus músculos con avidez y es un pedazo de acero forjado bajo mis manos. Cierro los ojos para sentir su boca en mi cuello, mis pechos… me baja el escote del vestido hasta la mitad de los brazos y atrapa uno de mis pezones. Intento no gritar pero el placer es infinito. Estoy mojada incluso antes de saberlo.

Entonces todo de convierte en una tormenta de brazos, besos, mordidas, gemidos y ganas contenidas desde hace demasiado tiempo. Mis manos van a su pantalón y lo abro mientras beso su boca. Su miembro salta completamente erecto y me muerdo los labios porque dios sabe que para mí no hay otro como él, y ya no es un chiquillo de diecinueve años…

Sus manos atrapan mis nalgas y no sé si es que quiere pararme o… no sé, pero no lo dejo.

—Solecito…

—Cállate.

Lo masturbo durante unos segundos hasta que empieza a escurrir líquido preseminal, aparto mis bragas, cierro los ojos y me siento de una vez sobre él, engulléndolo todo.

Pareciera que va a gemir pero tapo su boca con una mano, si a alguien le está doliendo como el demonio es a mí pero eso no me detiene. A la puta mierda todo, me ha dolido el alma durante quince años, no me voy a morir porque me duela el cuerpo.

Mis caderas se mueven adelante y atrás, sin importarme que está rompiéndome, de nuevo… jadea… gimo… una de sus manos va a mi cuerpo para marcar el ritmo y la otra se enreda en mis cabellos, acercándome para besarme.

Me aferro a sus hombros…

Lo beso…

Me penetra tan fuerte que lo muerdo para no gritar…

En un ariete dentro de mí…

Su sudor se mezcla con el mío y su lengua hace una fiesta en mi boca…

Lo siento en lo más hondo de mi sexo…

Duele…

Gruñe como un animal y me besa…

Aumenta el ritmo… gimo… ¡dios!...

Se mueve duro, llega hondo…

Mis piernas duelen… todo duele…

Me penetra con fuerza, con fiereza, como si quisiera recordarme lo que ya olvidé… que fue el primero y siempre lo será…

Siento el orgasmo llegar como una sacudida, con la violencia de un huracán que me hace arquear el cuerpo y cerrar los ojos. Me aferro a su camisa y muerdo allí, donde alcanzo, escondiendo la cara en su cuello mientras los espasmos de mi sexo aprietan su miembro y Grillo se vacía dentro de mí con un gruñido sordo.

Pasan segundos, pocos, en que me tiene abrazada, con su frente sobre la mía y unas lágrimas silenciosas que le corren por las mejillas. Las limpio con los pulgares y salgo de sus brazos. Me giro para buscar mis zapatos y cuando me los calzo veo que está detrás de mí, con la mirada perdida, como si fuera un perro al que acaban de abandonar en la carretera.

—Solecito…

—No me importa —lo corto porque las explicaciones salen sobrando—. Sé que no tenías idea de que estaba embarazada; pero igual eso ya no importa. Tú tenías derecho a decidir tu vida y lo hiciste, y yo no soy quién para juzgarte.

—Solecito yo no quise dejarte — toma mis manos y se inclina para que su rostro quede a mi altura—. Tienes que creerme, no quise dejarte… pero hay muchas cosas que tú no sabes…

—¿Estuviste preso estos quince años?

Se yergue con el ceño fruncido y niega con la cabeza.

—¿Estuviste en coma?

Ve a dónde quiero llegar.

—No.

—¿Estuviste muerto? —insisto y esta vez no responde—. Entonces queriéndolo o no, tomaste una decisión.

—Pero es que…

Entiendo su impotencia pero no puedo sentir lástima por él. Las lágrimas se le salen en torrente y aprieta los dientes. Sé que se está conteniendo para no destrozar todo lo que nos rodea.

—Tu relación con tu hijo, si es que quieres alguna, vas a tener que enmendarla tú, yo no me voy a meter en eso —le aseguro con una voz tan calmada que apenas me reconozco —En cuanto a mí… por favor intenta evitarme a partir de ahora.

Me vuelvo hacia la puerta pero Grillo me detiene con un gesto desesperado.

—No, Solecito, espera. Yo sé que no me crees pero yo te amo —rodea mi cara con sus manos y me da un beso corto y urgente—. Nunca he dejado de amarte, mi Solecito… ¡nunca! ¡Tienes que creerme! ¡Tienes…!

—Grillo —le tiemblan los labios y está a punto de desmoronarse, lo conozco tan bien—, tu siempre vas a ser el amor de mi vida… pero ¿sientes esto?

Tomo una de sus manos y la llevo a mi pecho, justo sobre mi corazón.

—¿Qué sientes? —pregunto y es como si le hubiera clavado un puñal.

—Nada —contesta porque mi corazón está latiendo con tanta lentitud, con tanta normalidad, como si no acabara de hacer el amor con el hombre de mi vida.

Y en ese momento por fin comprendemos los dos lo que Alonso Fisterra hizo conmigo en todo este tiempo.

—Así es, nada. Porque si bien te he amado con locura durante quince años… acabo de entender que ya no estoy enamorada de ti.

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