3. ¿QUIÉN CARAJO ES ESE?

Grillo

El celular suena con insistencia y me resisto a mirarlo. Mi cerebro es una madeja de oscuros pensamientos que no logro reconciliar. He pasado las últimas seis horas pidiendo a Dios que esto no sea real, que haya sido sólo una alucinación provocada por la falta de sueño… pero no es así. Sé que todo esto es demasiado real.

El maldito teléfono sigue sonando y yo lo contesto gritando porque con alguien tengo que descargarme.

—¡¿Qué?! —y espero que Thiago tenga una maldita buena razón para joderme a esta hora.

—Eee-este… —no reconozco la voz de la mujer que habla y además parece muy nerviosa—, mire hubo un accidente y el dueño de este teléfono está como loco. Yo solo estoy tratando de encontrar a alguien que venga a ayudarlo.

—¿Quién tuvo el accidente? —Me levanto de un tirón.

—Una mujer…

No necesito más, ni siquiera pido la dirección antes de colgar. Me lanzo hacia la puerta mientras activo el rastreador en el celular de Thiago y empiezo a conducir llevándome todas las rojas de Montecarlo. Llego al mismo tiempo que la ambulancia y mi misión es sacar a la fuerza a Thiago para que los paramédicos puedan trabajar.

Se me parte el alma de verlo, y de ver lo mal que está la licenciada. Lo zarandeo y lo meto al auto para llevarlo al hospital, y en todo el camino sólo puedo pensar en Luciana. En ella y en mi hijo, porque la licenciada también tiene su secreto personal, uno que no se ha atrevido a decirle a Thiago.

Las horas que siguen se convierten en una vorágine de gritos, emociones y desesperación, y yo hago lo único que puedo hacer en este momento y es largarme a Londres en el Jet para buscar al hijo de la licenciada. Sé que ese pequeño no tiene a nadie más, y debería estar lo más cerca posible de su madre, esperando que mejore, porque Dios tiene que poner su mano para que se recupere.

Marcia, la nana de Theo, no me pone ni una sola excusa cuando le pido que me acompañe. Por fortuna ya me conoce y tanto ella como Theo confían en mí. Me ocupo también de llamar a Lucrecia, la “madre en funciones” de Thiago, si alguien puede mantenerlo tranquilo es ella, y no me equivoco porque cuando llegamos a la pista ya está esperándonos junto al avión.

Es ya bien entrada la madrugada cuando regresamos a Mónaco, y la cara de sorpresa de Thiago cuando ve a Theo casi me conmueve, él no tenía ni idea de que Layla tuviera un hijo de tres años. Así debí verme yo esta mañana cuando conocí a Santiago, con la misma ansiedad, el mismo desconcierto.

Lo veo conteniendo las lágrimas mientras lo abraza y sé que sin importar que Theo no sea su sangre, Thiago va a querer a este niño con toda su alma. Hay mucha historia entre el portugués y la licenciada, pero esa ya es “su” historia y deberían ser ellos quienes la cuenten.

Pasan horas antes de que un doctor nos diga que la licenciada va a estar bien, y después de agradecer a todos los putos santos del cielo, me llevo a Theo a la casa para que pueda descansar.

Es el niño más listo que conozco, y no puedo evitar preguntarme cómo sería Santiago a su edad. ¿Se parecería a mí? Tengo que saberlo, tengo que saber mucho más de ellos dos, de lo que ha pasado todos estos años.

Pongo a Theo a dormir en una de las habitaciones de huéspedes y me asomo al balcón sacando el celular. Marco uno de los números que tengo en el discado de emergencia, y me contesta mi amigo más viejo, ese que me apoyó y me ayudó a meter tras las rejas a Antonio Santamarina, ese que después de tantos años sigue contactándome para asegurarse de que sigo vivo y estoy bien.

—¿Grillo? —suena la voz preocupada al otro lado. Lorenzo Aldama debe estar santiguándose porque yo sólo lo llamo cuando los problemas son realmente grandes, tanto que no puedo resolverlos yo solo, y eso es mucho decir.

—Necesito información urgente. —es todo lo que digo y no hace falta mayor protocolo.

—¿Sobre quién?

—Luciana Santamarina… —dudo si decirle algo sobre Santiago y prefiero no hacerlo, si va a investigar quiero que lo haga desde cero y no basándose en algo que yo le dije.

—Alonso, ya pasaron más de quince años. ¿Exactamente por qué quieres saber ahora sobre Luciana?  —me pregunta y quiero decirle que no es su maldito problema, pero la realidad es que es mi amigo y sé que se preocupa por mí.

—Nada, es solo… estuve pensando en ella en estos días y quiero saber qué ha sido de su vida. Dime si puedes ayudarme o si empiezo a investigar por mi cuenta.

—¡No!... —su urgencia me llama la atención—. No, Alonso. Te quiero lo más lejos posible de la mira de los Santamarina, sabes que tu vida está en juego. Voy a investigar y te paso la información nada más consiga algo.

Y ese “algo” demora más de lo que estoy dispuesto a esperar. Cada vez que despierto en el sofá de la casa de Thiago sé que es otro día en que sigo sin tener razones de Luciana y de mi hijo. Por supuesto que no dejo nada a la suerte, me he cansado de buscar en la ciudad pero no aparece nadie con sus nombres, ni en hoteles ni en casas de renta… ¿será que sólo estaban de paso y se fueron desde hace mucho?

No. No puede ser.

Esa basura de auto que Luciana traía no la rentarían en ninguna agencia de Mónaco, tiene que ser suya…

En uno de esos malos momentos que me asaltan a veces Thiago me ha ofrecido su ayuda y la acepté, sea cual sea el método, necesito reunir información sobre ellos.

Mi cabeza quiere explotar de tanto estrés, ni siquiera cuando estaba investigando a Antonio me sentía tan agotado como me pone el hecho de no saber nada de mi familia. Suena extraño decirlo: “familia”. Esa en la que crecí se desintegró hace muchos años, tras la muerte de mi padre; y no estoy seguro de que Luciana y Santiago tengan la mejor disposición de ser mi familia. Yo en su lugar ya me hubiera roto la cara.

A medida que las semanas pasan comienzo a desesperarme.

Ya ni siquiera voy a mi departamento, no quiero ver el desastre que dejé porque literalmente me recordaría el peor día de toda mi vida, incluso peor que el día que murió mi padre.

Tengo al menos dos centímetros de cabello que no he podido raparme. No mentí cuando dije que hubo un antes y un después de Luciana, pero con ella mi cabello era largo y no sé por qué cada vez que me paro ahora frente al espejo con la cochina rasuradora no logro ni encenderla.

—Psss, psss, psss—son las cinco de la tarde y quien sea que parezca un condenado mosquito llamándome, se va a llevar mi mal genio por interrumpirme la siesta—. ¡Pssssss!

—¡¿El qué?!

Siento el almohadazo en la cara y la licenciada está delante de mí con los puños en las caderas y cara de pocos amigos.

—A mí no me grites, Grillo, que te castro —dice entre dientes, y mis manos van en automático a mis adoradas joyitas porque sé que es muy capaz.

—¿Qué se le ofrece, licenciada? —pregunto sentándome en el sofá.

—Esta es la tarjeta de Thiago —me extiende una tarjeta Centurión. La puta madre, ni yo tengo una de estas—. Necesito que invites amablemente a comer a Lucrecia y a Marcia y por supuesto que lleves a Theo.

Arrugo la nariz porque al parecer estoy medio dormido y de entrada no entiendo lo que me está pidiendo.

—¿Y yo por qué me tengo que encargar de darle de comer a esas “señoritas”? —rezongo—.  ¿No le parece que hago buen trabajo de niñera con Theo? ¿Ahora también soy animador?

—Óyeme bien, Grillo —me advierte agarrándome de una oreja y hago una mueca—, te las llevas ahora mismo si no quieres ser tú también uno de los que suban las escaleras a preguntar por qué estoy gritando. ¿Me explico?

Me abre mucho los ojos y yo asiento con rapidez.

—¡Perfectamente, licenciada! —puta no lo podía haber explicado mejor—. Pero no se preocupe, yo puedo pagar —aseguro. No soy precisamente pobre.

—Sé que puedes pero quiero que las lleves a un lugar realllllllmente caro, muuuuy demorado —hace un gesto con las cejas que me hace reír—. Mínimo que se echen una cena de siete tiempos. ¿Comprendido?

—Comprendido, licenciada.

Reúno a mi tropa, que aceptan con mucho entusiasmo porque desde que llegó, Lucrecia quiere ir a no sé qué condenado restaurante de no sé qué pendejo chef y ahora por fin se le va a cumplir el deseíto. ¡Las cosas que hago por Thiago y ni él mismo lo sabe!

Me río pensando es eso, pobre no tiene idea de lo que le espera con la fiera que se quedó en casa. Me alegra que después de todo hayan podido resolver sus problemas… o al menos este.

Llegamos a un sitio que parece sacado de un libro de ficción, y la verdad no me puedo quejar porque no me dejan. Lucrecia y Marcia están extasiadas, la cena es una monería, muy “fininis”, pero cuando se termina yo tengo un hambre de siete pares de demonios y Theo también me mira con cara de tristeza porque no le ha gustado la mitad de lo que le sirvieron.

—¿Hay algo más que pueda ofrecerles? —el camarero es el tipo más agradable del mundo, así que no me da ninguna vergüenza preguntarle.

—Amigo, la comida es deliciosa, de verdad, pero ¿ves esto? —le señalo mi cuerpo y se ríe.

—¿No se ha llenado?

—Tendría que comerme el menú completo —aseguro—. Y también tengo aquí a un niño que todavía no puede apreciar la elegancia de su comida.

El camarero asiente y saluda a Theo que está listo para hacer un puchero.

—Mire, el restaurante está por cerrar, pero a nuestro chef le gustan los clientes satisfechos. ¿Qué le parece si me acompañan a la cocina para que les prepare algo especial?

Theo y yo nos miramos y me lo echo al hombro para seguir al camarero. Jamás en toda mi vida me había impresionado una cocina, pero esto no es una cocina, es una puta nave espacial.

Un hombre que es casi tan alto como yo me extiende la mano. Sonríe y me la estrecha con fuerza y me cae bien desde el minuto cero.

—César Corso —se presenta—. Un placer.

—Alonso y Theo —nos presento—. ¿Usted es el chef?

—Así es. Pero debieron decirme que teníamos clientes como ustedes, y les hubiera preparado algo diferente —se acerca a los refrigeradores y empieza a sacar medio millón de ingredientes que no conozco—. Déjame adivinar: el plato principal no te llegó ni a la primera muela.

Hago un gesto que significa: “es evidente”, y César se carcajea.

—Bueno, ¿qué le parecen unas hamburguesas?

Theo aplaude y yo asiento porque a esta hora me comería directamente la vaca sin descuerarla siquiera.

—Ok, Theo, yo voy a hacer la hamburguesa de tu papi y voy a pedirle a un amigo que te prepare la hamburguesa más divertida que te vas a comer en tu vida. ¿Quieres?

No lo corrijo acerca de que no soy el padre de Theo porque la verdad no me interesa entrar en esa plática, pero la próxima palabra que sale de su boca me borra la sonrisa.

—¡Santi! —llama y cuando lo veo entrar por la puerta siento que Theo casi se me cae de las manos.

Nos quedamos mirándonos como si el tiempo se hubiera detenido.

—Santi, ¿me ayudas a preparar una hamburguesa de pollo para este príncipe en lo que yo preparo la de su papá?

Veo que Santiago aprieta la mandíbula. Lleva puesto un uniforme de cocina y en el que están bordadas las palabras: “Sous Chef”. ¿Qué significa eso? ¿Mi hijo está trabajando aquí? ¡Eso es explotación infantil!

Santiago cierra las manos en puños, me mira a mí y luego a Theo y su rostro se relaja. Se acerca a la mesa y empieza a manejar los ingredientes igual que Corso.

… Y yo ahí mudo sin saber qué decirle.

—César tenemos un problema con la entrega de las trufas. —la veo entrar sin levantar la vista de una carpeta y siento que se me va el alma del cuerpo—. Creí que ya habían term… —levanta la cabeza y sus ojos tropiezan con los míos.

Es tan hermosa como antes. No. Es más hermosa. Porque es una mujer ahora.

Enmudece y Corso se gira para verla.

—Ya casi terminamos, Solecito. Danos unos minutos y te digo qué…

No lo dejo acabar. Es imposible que escuche ese apelativo sin enloquecer.

¡Nadie!, ¡nunca!, ¡jamás! ¡y por nada del mundo! podía decirle a Luciana su segundo nombre, nadie excepto yo.

—Ten aquí —pongo a Theo en los brazos de Santiago, que me mira con azoro mientras lo sostiene, y mi próximo movimiento pone a Luciana por encima de mi hombro.

No sé a dónde voy y ella no dice ni una palabra. No sé las habitaciones que paso, los pasillos que recorro hasta que encuentro un cuarto medio oscuro donde la descargo, cierro la puerta y vuelvo a tomarla en mis brazos como si no fuera nada.

Siento su pecho moviéndose contra el mío y no lo evito, la beso por estos quince años. Mi lengua busca la suya y Luciana se abre para mí. La pego a la puerta, los pies le cuelgan y su cintura se pierde entre mis manos. No la beso, la devoro, la muerdo, la ansío con esas ganas viejas de los viejos amantes… esas que someten el cuerpo y el alma en una sola entrega, y cuando por fin me separo de su boca tengo los ojos cerrados y sé que sus labios duelen tanto como los míos.

—Ahora dime quién carajo es ese y por qué te llama Solecito.

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