2. SOLA

Luciana

Abro los ojos y hago mi ejercicio diario de sonreír mientras miro al techo. Doy gracias a dios por todo lo que tengo, y porque a pesar de lo mucho que he perdido, me dejó conservar la bendición más grande que una mujer puede tener, y esa bendición se llama Santiago Santamarina. Hubiera querido que llevara el apellido de su padre, pero mi Grillo no pudo estar ahí para registrarlo, mucho menos para verlo crecer.

Sacudo la cabeza y me levanto apartando la sábana de un tirón, porque si me permito otro segundo de recordarlo voy a terminar llorando y le voy a arruinar el día a Santi. Y el día de hoy es demasiado importante.

Me pongo un jean, un suéter gris y unas sandalias balerinas, me cepillo el cabello frente a mi pequeño espejo del tocador y me pongo un poco de maquillaje, pero sólo un poco porque no acostumbro a arreglarme mucho para ir a trabajar. Digamos que las personas con las que convivo ahí, agradecen que no sea yo una modelito perfecta.

Me miro por última vez y me imagino lo que Santi va a decirme: que tengo que usar más color. No sé por qué si ese condenado muchacho anda de puro negro con sus gustos juveniles…Recuerdo cuando yo también tenía esa edad, y sentía que podía ser y desear lo que quisiera. Eso fue hace demasiados años, pero intento por todos los medios que mi hijo se sienta así todos los días.

Cuando salgo de mi habitación lo veo ya trasteando en la cocina. Acostumbra desde pequeño a hacernos el desayuno a los dos, y en un principio lo animaba porque era algo entretenido que compartíamos, pero luego le fue tomando el gusto hasta convertirse en un increíble chef infantil.

Así como lo oyen: chef, hasta ganador de un concurso de cocina fue hace un año, y eso es lo que nos trajo aquí.

—¿Qué quiere desayunar la reina? —me pregunta feliz, y yo lo beso y lo despeino hasta que protesta.

—Nada —aseguro y me mira extrañado—, hoy vamos a salir a desayunar afuera. ¡Es domingo! ¡Nadie debería cocinar en domingo!

—Pero…

—Pero nada. Sé que quieres practicar porque mañana es un día importante, pero por eso mismo, hoy vamos a descansar los dos.

Arruga el entrecejo y suelta el sartén que está empuñando como si fuera una espada. Mira alrededor y suspira con algo de frustración porque nuestro pequeño departamento está perfectamente arreglado, yo lo acomodé todo durante la noche porque él se quedó dormido apenas dieron las diez de la noche. Con quince años mi hijo todavía es un animalito diurno y lo agradezco con el alma.

—No es justo —protesta—, yo debería haberte ayudado a acomodar la mudanza.

—¡Ay, Santi! Tampoco eran tantas cosas. Además así podemos salir hoy a conocer la ciudad.

Acepta rezongando un poco y me recuerda tanto a su padre, siempre replicando, siempre protestando aunque fuera en una broma.

Va a su cuarto a cambiarse mientras yo veo que todo esté en su lugar. Tenemos un departamento que parece de muñecas, pero es la primera vez que tenemos un lugar con dos habitaciones. La vida no ha sido fácil para nosotros, pero no puedo decir que ser pobres nos haya quitado jamás la alegría.

Después de todo hemos llegado hasta Mónaco. Uno de los jueces del concurso donde Santi participó, decidió tomarlo como su alumno y nos pidió que nos mudáramos aquí. Nos consiguió este lugar tan lindo y Santi va a aprender en su cocina en las tardes, después de clases.

Pensé que sería un paso difícil, después de todo nos mudamos de país, pero ver la esperanza en la mirada de mi hijo es más que suficiente para que todo valga la pena.

Me dejo caer en el sofá y disfruto el momento, por fin nuestras vidas van a cambiar un poco. Santiago tiene sus estudios y la cocina y yo… yo voy a buscar trabajo en cualquier lugar, después de todo, poco hay que la escuela de la vida no me haya enseñado.

Miro a mi izquierda y mis ojos tropiezan con la foto de Alonso sobre la mesilla. Es la única que tengo suya, el día que Nicolás me sacó a patadas de nuestra casa me quedé con las manos vacías. Por fortuna la nana me llenó una maleta con lo imprescindible, debió saber que recordar a Grillo también era imprescindible para mí,

Pero al final Dios sabe por qué hace las cosas… si me hubiera quedado en la casa donde nací y crecí, es muy probable que mi hijo nunca hubiera nacido.

Tomo la fotografía enmarcada y le doy un beso al cristal.

«¡Ay, Grillo! Siempre vas a ser el amor de mi vida, sin importar cuántos años pasen.»

Levanto la vista y veo a Santi mirándome desde la puerta. Mi hijo sabe absolutamente todo de mi historia con su padre. Y también sabe que murió por órdenes de su abuelo. No he podido ocultarle nada, sé que no debió ser fácil para él asimilar la clase de familia de la que viene, pero lo más valioso entre los dos, después del amor que le tengo, es la confianza que deposita en mí, y no podría traicionar nunca a mi hijo haciéndole creer una mentira.

—Mamá…

—¿Nos vamos? —pregunto saltando como si tuviera su misma edad.

Me sonríe con un poco de condescendencia porque ya me conoce, sabe que soy débil cuando se trata de su padre. Él no tuvo tiempo de conocerlo ni de amarlo, pero yo sí lo tuve, yo tuve tiempo de enamorarme de mi Grillo y amarlo como si no existiera un mundo más allá de sus brazos.

Agarro mi bolso y Santi me sigue, cerrando la puerta del departamento tras él.

—Te tengo una sorpresota —lo animo mientras subimos al ascensor—. Te vas a caer sentado cuando te la muestre.

—Bueno, siempre que no sea un novio feo…

—¡Oye! —protesto con fingido acento de enfado—. ¿Cuándo he tenido yo mal gusto?

—Mamá perdóname, yo sé que tú lo veías como un príncipe, pero papá era feo —y encima se ríe.

—¡Ahhh! ¿Feo tu padre? —¿pero quién es este nenito baboso para hablar mal de mi Grillito?—Mire usted, mocosillo, que su padre era muy bonito a su edad.

—Mamá estabas ciega. Mi papá parecía una lombriz feliz.

—¿Y a quién crees tú que saliste? —lo señalo de abajo a arriba y echo hacia atrás la cabeza para mirarlo bien porque me saca fácilmente diez centímetros—. No te veo yo muy fuerte que digamos.  

Siempre acabamos hablando de Alonso en esos términos, como si bromeáramos, como si no estuviera muerto. Supongo que es la única forma que tenemos de enmascarar el dolor de no tenerlo.

El ascensor se detiene en el estacionamiento subterráneo y Santiago me mira como si yo fuera extraterrestre. Debe estar pensando en qué demonios hacemos aquí si no tenemos auto. La verdad es que nunca hemos tenido, pero llevo algunos años ahorrando y…

—¡Sorpresaaaaaaaa! —grito señalando nuestra nueva carcachita.

Mi hijo abre mucho los ojos y la boca y sé que no lo puede creer.

—¡Mamá…! ¿Esto qué es?

—Bueno, el próximo año ya tendrás dieciséis y he pensado en que tu madre debería enseñarte a manejar —digo aunque la verdad es que estoy buscando desesperadamente algo que compartir con él, está creciendo muy aprisa y siento que se me va—. No es un Mercedes pero…

—¡Es mejor que un Mercedes! —asegura con expresión fascinada y agradezco que mi hijo tenga suficiente amor y bondad en su corazón como para reconocer el esfuerzo que esto significa para mí—. ¡No puedo creerlo, mamá! Vamos a conocer Mónaco en auto. ¡Súbete, súbete!

Entre reír o llorar prefiero reír, los dos lo necesitamos, así que nos subimos a nuestro trastecito usado y nos vamos de paseo por la ciudad, buscando dónde desayunar. Santiago me hace de copiloto, GPS humano, guía y todo lo demás porque la ciudad es mucho más grande de lo que puede parecer. De repente toca mi brazo.

—¡Estaciona, estaciona!

Bajo la velocidad.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Es una cafetería española —dice y yo pongo los ojos en blanco.

—Santi acabamos de llegar de España hace tres días, no me digas que ya estás extrañando —me asusto.

—No, claro que no, pero quiero saber qué tal hacen los dulces —es más curioso que el gato muerto—. ¡Anda, mamá, vamos a probar!

Sé que todo lo que tiene que ver con comida lo saca de su caparazón adolescente así que me acerco a la acera para dejarlo bajar.

—Voy a rodear la manzana y ver si puedo estacionar frente a la cafetería —le aviso y asiente—. Espérame adentro.

Por el espejo retrovisor lo observo entrar al local y me quedo más tranquila porque se nota que está lleno de gente. Me toma unos diez minutos navegar en el tráfico y rodear toda la manzana para tomar el estacionamiento de la cafetería. Me bajo de mi carcachita y voy entrando a buscar a mi hijo cuando una voz hace que me detenga en mi lugar, como si el fantasma de una estatua me hubiera poseído.

Siento que las manos me tiemblan. Un nudo me sube a la garganta y se me aprieta el pecho como si tuviera retenidas las ganas de llorar de quince años. ¡Dios no puede ser…!

Sigo esa voz y encuentro su espalda, es tres veces la del muchacho que conocía pero su altura… su voz…

—¿Alonso? —siento que es un gemido y él no se vuelve.

Lo rodeo y lo miro de frente y juro que mi cuerpo está de pie sólo como un desafío abierto a la gravedad, pero mi corazón está en el suelo, hecho miles de millones de pedazos.

Mi Grillo está vivo… no.

Alonso Fisterra está vivo.

Está tan cambiado que quizás si un día me hubiera cruzado con él en la calle no lo habría reconocido, pero escuchar su voz…Y su voz cuando dice mi nombre…

Siento los sollozos romperme el pecho y las lágrimas saliendo de mis mejillas y me cubro la boca con una mano porque todo lo que necesito es gritar, gritarle alto y fuerte que es un hijo de puta que rompió su promesa.

Debería alegrarme que esté vivo. Debería pero esto parece una maldita broma del destino, y ahora sólo soy capaz de sentir este dolor insoportable de todos los años que pasé creyéndolo muerto mientras él estaba vivito y coleando.

Ni siquiera tengo fuerzas para reclamarle, siento que de un momento a otro me caeré a pedazos, pero como siempre que lo necesito, Dios me recuerda que lo mejor de mí está a mi lado.

—No llores —Santi se acerca y se me rompe el alma sólo de pensar que ha escuchado algo.

Yo puedo cargar con este peso pero mi niño no se lo merece. Sin embargo en su cara está escrita la decepción que siente. Santiago es un chico muy maduro, pero más allá, toda su vida me ha visto sufrir y añorar a su padre, idolatrarlo aún en la muerte porque fue el amor de mi vida…

Y digo “fue” porque lo mataría tres veces más por lastimar a mi hijo de esta manera.

—Durante quince años has tenido un lindo recuerdo suyo, quédate con ese y no te preocupes. Alonso “el Grillo” Fisterra… sigue muerto.

Y por la cara que tiene pareciera que lo está deseando. Sé que le ha bastado un segundo, un solo segundo para reconocer a Santiago como suyo. El parecido es tan grande que ciego habría que ser para no darse cuenta de que son padre e hijo.

No sé cómo me subo al auto de nuevo y conduzco, conduzco hasta que llegamos al puerto y nos bajamos. Caminamos por los muelles en silencio y yo quiero dejar de llorar pero no puedo.

Han sido tantos años de desamparo y de soledad y de penurias… y los soporté todos por mi hijo. Los soporté sola, con valor porque tenía la memoria de Alonso y todos esos recuerdos hermosos de los dos. y ahora resulta que Alonso es sólo un hijo de puta que me dejó, que se hizo pasar por muerto todo este tiempo mientras hacía otra vida… con otra mujer.

Me siento con los pies colgando de uno de los muelles y Santiago me acerca una botella de agua que no sé cuándo ni dónde compró. Abre el paquete de dulces de la cafetería y me extiende uno. No puedo mirarlo a la cara, ni siquiera alcanzo a imaginar lo que debe sentir.

—Hijo… —digo secándome las lágrimas y veo asomar las suyas.

—Hoy es el último día —sentencia y jamás he escuchado tanto dolor en su voz—. Hoy es el último día en que te voy a permitir llorar por ese hombre —el alma se me encoge de la rabia porque mi niño de quince años pasó de ser huérfano a ser abandonado y no sé qué es peor—. Y mañana, mamá, mañana vas a buscar un hombre bueno que te ame. ¿De acuerdo?

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