CAPÍTULO 6

Pasó todo el día siguiente con los niños, intentando que su corazón no se entristeciera al comprobar que el pequeño Stefano, aunque hacía lo posible por ocultar sus recelos, respiraba ansioso cada vez que la veía salir de la habitación. Le dolía que Carlo tuviera razón, y que los hijos de Lianna estuvieran abandonados al cuidado de niñeras o institutrices; podrían ser las mejores, pero no eran su madre.

— ¿A dónde vas? — le preguntó el niño por centésima vez en las últimas tres horas.

— Voy a traerte el almuerzo, cariño, luego si quieres podemos ver una película.

— ¡Ah…! — Stefano volvió a sonreír con naturalidad y Aitana se sentó a su lado, tomándole las manos.

— Cielo, ¿me extrañas a menudo?

El niño se puso lívido y ella casi pudo asegurar que sus manitas se habían vuelto tan frías como su rostro.

— Debes decirme la verdad, cariño. ¿Me extrañas cuando no estoy?

— Papá dice que no debemos hablar de eso.

Aitana frunció el ceño, pero no dejó que su enojo llegara a los dedos con que acariciaba al pequeño.

— ¿Por qué no? ¿Qué te dice papá de mí?

Stefano dudó un segundo, como si sintiera que traicionaría el secreto que tenía con su padre.

— Dice que eres buena y que me quieres, que nos quieres mucho a Maya y a mí, pero que tienes que ayudar a otros niños y por eso estás lejos tanto tiempo.

Aitana sintió un nudo en la garganta, Lianna era una despreocupada y aún así Carlo se la mostraba a sus hijos como un ángel caritativo.

— Yo te extraño de todas formas — confesó el niño — aunque estés ayudando a otros. A veces no me acuerdo de cómo eres hasta que regresas, y no tengo fotos para mirarte.

— ¿Quieres que nos tomemos muchas fotos mañana, por tu cumpleaños?

Stefano la miró con recelo, y Aitana pudo sentir cómo su estado ánimo cambiaba hasta alcanzar una extraña inquietud.

— A ti no te gusta tomarte fotos conmigo…

— No digas eso, además, yo también quiero tener fotos tuyas para poder acordarme bien de ti.

— ¿Te vas a ir de nuevo? — casi sollozó.

— No cielo… solo estaré lejos un tiempo.

— ¡Mentirosa! ¡Te vas a ir! — le gritó Stefano ya fuera de sí — ¡Te vas a ir! ¡Mejor vete ahora, vete! ¡Vete ahora!

— Stefano…

— ¡Vete, mamá, vete! ¡Vete lejos! Tú no me quieres, si me quisieras no te irías, no me importa lo que papá diga, tú no me quieres. ¡Vete, déjame solo, vete!

La rabieta había alcanzado sus proporciones más violentas cuando Carlo apareció en la puerta de la habitación. Su hijo lloraba a lágrima viva lanzando juguetes y almohadas, rechazando a Aitana como si fuera el demonio en persona.

Bastó una exclamación del padre para que el cuarto quedara en silencio. Stefano rumió en sollozos su impotencia y Aitana salió por la puerta como una exhalación, evitando todo intento de Carlo para detenerla. No podía pensar, no podía llorar, estaba conmocionada y no podía explicar el desprecio que sentía por sí misma, porque de alguna forma retorcida ella era Lianna, Lianna era ella, y no bastaba su presencia o su buena voluntad para reparar los corazones que su hermana había destrozado. Y ella estaba allí, creando la esperanza en aquella criatura para volver a decepcionarlo como ya había pasado tantas veces.

— Salgan.

Las dos mujeres vestidas de negro que estaban en la cocina, serias y estiradas, la miraron sin expresión definida en los ojos, como si fueran incapaces de comprender la orden.

— ¡Salgan de aquí! — la voz de Aitana retumbó por toda la estancia como un eco desgarrador — ¡Salgan de una vez, maldita sea!

Las mujeres se apresuraron entonces a salir y ella se quedó sola, con la cabeza apoyada en la barra de desayunar, queriendo pegarse contra el mármol, queriendo jamás haber pisado aquella casa, queriendo arreglar lo que no estaba en sus manos arreglar, necesitando desahogarse de alguna manera, de cualquier manera.

Retrocedió vivamente cuando sintió la mano masculina sobre su cabello.

— ¡No me toques! — le gritó — ¿Cómo pudiste… cómo permitiste que tus hijos vivieran así? ¿Cómo dejaste que vivieran atados al amor de una madre a la que ni siquiera le agrada tomarse fotos con ellos?

Carlo la miró surcar la cocina como un animal herido y no supo si contestarle o mantenerse al margen. Jamás la había visto en un estado semejante, y por muy dispuesto que estuviera a confrontarla, lo cierto era que no sabía cómo manejar aquel exabrupto emocional. Pero Aitana no parecía lista para darle tregua ni cuartel.

— ¡Respóndeme, maldita sea! ¿Cómo pudiste decirles a tus hijos que su madre los quería? — se llevó las manos a la cabeza y el sollozo que le atenazaba la garganta por fin emergió — ¡Esa bruja! ¿Cómo pudo hacer esto?

— Aitana…

Aquella expresión puso a Carlo en estado de alerta, temiendo que, después de todo, Aitana no estuviera muy bien de la cabeza, pero la rabia en sus ojos se hacía más fuerte conforme su pecho convulsionaba, y las lágrimas empezaron a correr por su rostro como imparables torrentes.

— Hago lo que creo mejor para ellos.

— ¿Lo mejor? — lo acusó — ¿Lo mejor es decirles que son amados por una madre a la que no les importa en absoluto? ¿Lo mejor es que vivan ilusionados con la esperanza de que algún día a regresar?

— ¿Y qué quieres que haga? — explotó Carlo — ¿Que les diga que sólo le interesan a su madre cuando los usa para manipularme?

Aitana rodeaba una y otra vez la isla de la cocina como una posesa. Terminó por tomar lo primero que tenía cerca y lanzarlo contra la mitad de la vajilla que estaba secándose y que fue a dar al suelo hecha añicos.

— ¡Maldita sea! ¿Cómo pudiste darles a tus hijos una madre así?

Carlo cruzó la cocina como un torbellino porque era obvio que Aitana estaba fuera de control. La tomó de los hombros en un intento por mantenerla quieta pero ella luchó para zafarse. Podía sentir su respiración y el espíritu indomable que se revelaba, una esencia que él jamás había visto despertar en aquella mujer fría y ecuánime.

— ¡Cálmate!

— ¿Cómo diablos quieres que me calme? ¿Cómo quieres que olvide las palabras de Stefano diciendo que sabe que su madre es mala, que su madre no lo quiere? ¿Por qué lo permitiste Carlo, por qué permitiste que los lastimaran tanto?

El italiano cerró los brazos alrededor de su cintura, aprisionándole las manos, porque en aquel punto temía que se hiciera daño.

— ¿Y qué querías que hiciera? ¿Qué se supone que debía hacer si tú ibas a separarme de mis hijos?

— ¡Entonces debiste matarme!

El hombre la miró petrificado, podía sentir cada fibra de su piel, sus pechos subiendo y bajando al ritmo de su propio alocado corazón, de los ojos de Aitana caía un mar de perlas húmedas y su boca temblaba, temblaba como una hoja y su cuerpo… Carlo bajó la cabeza con la potencia de la cobra que ataca, la calidez de aquella mujer se plegó a sus brazos como un molde perfecto y tomó su boca como una posesión odiada y deseada al mismo tiempo.

Estaba seguro de que iba a odiarse a sí mismo por caer de nuevo en sus redes, estaba seguro de que lo aceparía y querría llevárselo a la cama pero esta vez… esta vez él sería más fuerte, esta vez…

Aitana respondió a la agresión de sus labios con pánico, trató de apartarlo de ella, lo golpeó en el pecho, pero era imposible batallar contra la fuerza de aquella sensualidad. La lengua de Carlo buscó su calidez con tanta urgencia, la exploró con tanta pasión que por unos segundos dejó de respirar y se dejó arrastrar por un deseo que la superaba. Carlo era capaz de devorarla, Carlo podía llevársela al infierno si quería y supo que ella lo hubiera seguido a gusto.

Por primera vez sintió la fuerza de sus brazos, la desesperación de aquellas manos recorriendo su espalda, el instante en que aquel beso se tornó angustiado, inquieto… Carlo la apartó de sí con un movimiento brusco y la miró directo a los asustados ojos por un interminable momento.

— Tú no eres Aitana. — murmuró por fin.

Pero para entonces ya no le importaba que él le creyera o no. Había tomado la decisión más crucial de su vida, una decisión que no le pertenecía, pero aún así estaba dispuesta a afrontar las consecuencias.

— Voy a darte el divorcio. — dijo con voz firme, secándose las lágrimas — Voy a darte el divorcio y a cederte la custodia de los niños.

— Espera…

— Solo tengo una condición, y no es dinero. — le advirtió — Necesito que encuentres a alguien por mí, alguien a quien quiero volver a ver. Cuando lo hagas y cuando a Stefano le quiten su escayola, te daré el divorcio.

— Tú no eres Aitana…

— Soy la Aitana que va a hacer lo que tus hijos necesitan, y ahora, si me disculpas, tengo un cumpleaños que preparar. Hablaremos cuando se hayan ido los invitados.

— ¡Aitana!

— ¡Basta, Carlo! — y lo dejó solo, porque estaba a punto de echarse a llorar de nuevo.

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