CAPÍTULO 8

Fabio nunca le había puesto reparos a ningún lugar, no había nacido rico, y tal vez por eso sabía valorar la belleza y la tranquilidad de los lugares humildes, pero aquel sitio llegaba a resultar incluso peligroso. El diminuto restaurante se perdía entre las fachadas de dos antros en la zona más populosa de la ciudad, sin dudas no era el entorno más apropiado para una señorita de sociedad, y precisamente por eso su interés crecía por momentos.

Valentina no reparó demasiado en el ambiente y fue a sentarse en una mesa al fondo del restaurante, consultando de cuando en cuando, inquieta, un raído reloj de pared que había sobre el bar. Fabio se ajustó la gorra de béisbol y fue a sentarse justo en la mesa que quedaba a su espalda, de modo que pudo ver perfectamente cuando llegó la persona a la que estaba esperando y aguzó el oído en cuanto los escuchó hablar.

El señor Abernaty debía rondar los sesenta años y tenía una papada tan grande que se le perdía en el cuello de la camisa. Su voz era chillona e irritante, y por lo visto ese era el sentimiento que parecía dominar a Valentina.

— ¿Cómo se le ocurrió ir a entregarle el paquete a Gephard? — Fabio se sorprendió al escuchar un nombre tan conocido— ¡Ese hombre es un idiota! Ni siquiera se dio cuenta del engaño hasta que ya era demasiado tarde.

— De todas formas no quiso recibirme. — se quejó el viejo.

— Señal de que sigue sin saber lo que le conviene. Seguro está haciendo lo que muchos otros incautos, culpando a los demás por su propia incapacidad para discernir un buen negocio de una estafa. — suspiró con cansancio — De cualquier manera ya no quiero involucrarme más en esto. Estoy cansada de juegos y ya tengo todo lo que quiero, ahora solo me queda desaparecer de una vez por todas, y le aconsejaría que usted hiciera lo mismo.

— ¿Qué piensa hacer entonces con esos documentos? Es información muy peligrosa.

— ¿Cree que no lo sé, señor Abernaty? Esos papeles pueden ser mi único boleto de escape y puede estar seguro de que voy a ponerlos en las manos correctas. Gephard no va a ser el primero en ir a un tribunal por desfalco y tampoco el último en responder por algo que no hizo. Por mi parte me lavo las manos, mis prioridades son ahora muy diferentes.

Fabio supo que su primera confusión al escucharla mencionar  a su cliente se iba disipando de forma peligrosa. Podría resultar inverosímil, pero la posibilidad real de que Valentina Lavoeu fuera el cerebro de una operación de desfalco se le presentaba insoportablemente clara.

— ¿Puedo preguntarle cuáles son esas prioridades?

— He encontrado a alguien… — el abogado contuvo la respiración — Alguien que puede darme el tiempo que necesito para escapar, pero aún tengo que lograr que confíe en mí. ¿Quién sabe? Quizás cuando termine con él todo esto sea un capítulo que podamos olvidar.

— ¿Cree que podrá convencerlo para que la ayude?

— No lo sé, todavía lo estoy evaluando y desde luego, no confío en él.

— Usted no confía en nadie. — la reconvino el viejo.

— Hay que sobrevivir. ¿Ha traído el paquete?

La bolsa de papel le mostró que el paquete no era demasiado grande. Abernaty se fue sin despedirse y a los pocos minutos la muchacha salió a la calle, se subió al coche y desapareció. El abogado evitó el ritual de desorientación por la ciudad y fue directo a la casa para llegar antes.

Por el momento tenía tres ventajas sobre ella: la primera era que Valentina desconocía su participación como abogado de Gephard y que, por lo pronto, la tenía en la mira de todas sus sospechas; la segunda era que la clave para resolver el caso, el paquete lleno de documentos, se dirigía en aquel justo instante hacia su propia casa, si eran tan importantes no se arriesgaría a separarse de ellos; y la tercera, que ya sabía que Valentina planeaba utilizarlo, el único problema era que aún no sabía cómo.

Sin embargo su instinto investigador era una cosa, y otra muy diferente eran sus emociones. Le resultaba imposible reconciliar todas las facetas que le había conocido: Valentina estafadora, Valentina cazadora de maridos, Valentina dormida y frágil en su biblioteca. No podía entender que fueran la misma mujer, y no podía entender que siguiera deseando a esa bruja.

No había dejado de añorar sus caricias desde que había pisado el entablado de su terraza con aquel vestido de novia. Había esperado incluso los retos verbales con que solía recibirlo cada vez. Quería probarla, probar aquel cuerpo de mujer infinita, sentirla suya, saberla suya por su propia voluntad y no porque él le estuviera haciendo chantaje para que se quedara.

Y entonces comprendió que él era el eslabón más débil. Él estaba deseándola y Valentina solo estaba calculando el provecho que podría sacarle, estaba únicamente buscando la forma de usarlo para sus sórdidos propósitos.

“Muy bien -pensó- si vamos a jugar fuerte, querida, me aseguraré de que te quedes, se aseguraré de no vuelvas a engañar a nadie más.”

Iba a descubrir su juego y a llevarla ante la justicia. Iba a hacerla responder por sus crímenes como nadie lo había logrado antes. Valentina estaba muy equivocada si creía que un Di Sávallo era una pieza más de colección.

Valentina se escabulló en silencio por la escalera. De puntillas se acercó a uno de los estantes más alejados de la biblioteca y guardó el libro de contabilidad entre una novela de Dumas y un tratado de Dios sabía quién sobre los insectos. Al menos allí estaría seguro hasta que pudiera irse y llevarlo consigo… aunque le había dicho a Abernaty la verdad: quizás Fabio fuera la respuesta a todos sus problemas, quizás él pudiera ayudarla a escapar.

Un buen abogado era una ventaja, pero un abogado millonario era una carta de triunfo, no había nada que pudieran ofrecerle a Fabio que él no tuviera ya, solo faltaba saber si a pesar de eso podía ser sobornable o si sus ideales de justicia eran tan firmes como pretendía hacerle creer. Cierto era que su actitud arrogante solía sacarla de quicio muy a menudo, cierto era que su ego estaba respaldado por un atractivo físico capaz de perturbarla y que su carácter dominante era un arma de seducción arrolladora, pero los sentimientos tenían que quedarse al margen, negocios eran negocios.

Valentina dejó escapar un suspiro agotado mientras entraba en su habitación y se desnudaba. Dejó a un lado los pijamas de diseñador que le habían obsequiado y se puso una vieja camiseta de Fabio que había sacado de su cuarto un par de días atrás. Su olor a hombre de mundo parecía haberse quedado prendido entre los hilos y un escalofrío involuntario la recorrió.

Se dijo que era simple deseo cuando pasó las siguientes dos horas sin poder conciliar el sueño. A aquellas alturas Fabio debía haber alcanzado la fase rem y ella todavía estaba desierta y con unas descabelladas ganas de meterse en su cama. Se repitió que hacía demasiado tiempo que no estaba con un hombre, que era solo deseo lo que sentía por él, deseo en su estado más puro, una ansiedad que le hacía recordar la curvatura de sus labios cuando se ponía sarcástico o la tensión de sus músculos cuando se acercaba demasiado.

Enojada intentó alejar esos pensamientos hasta que finalmente se quedó dormida con un sueño agitado y tortuoso, y una procesión de imágenes volvió a asaltarla. Sin importar cuánto corriera el dolor no se alejaba, sin importar cuánto lo intentara no lograba ocultar a Annie, a su alrededor todo era desierto y ella no lograba esconder a su hermana antes de que aquella sombra descendiera sobre las dos. Corrió hacia una duna de arena y empezó a cavar con sus manos, podía sentir el dolor de sus uñas desgarrándose, y luego los gritos de Annie pidiendo salir, pero aun así Valentina siguió echando arena sobre su cuerpo, enterrándola mientras le pedía que se callara… hasta que ya no se pudo mover. La sombra descendió sobre ella, sintió el dolor golpeándola una, dos, tres veces, y entonces todo su ser se reveló.

Fabio estaba sentado en la terraza, sumergido en un vaso de whisky y en un mar de cavilaciones sobre el caso que se traía entre manos, cuando comprendió que algo iba mal. La luz en la habitación se Valentina se había extinguido desde hacía al menos una hora, pero un rumor cansado seguía escapándose por la puerta entreabierta hasta convertirse en un grito de angustia que atravesó la casa y sobresaltó sus pensamientos.

No supo muy bien en qué parte del trayecto dejó caer el vaso con la bebida hasta que el cristal estalló en una multitud de pequeños trozos, pero no se detuvo a recogerlos. Empujó la puerta de la habitación con violencia, esperando cualquier agresión, sin embargo la imagen de Valentina fue un golpe mayor del que había esperado. Vestida únicamente con una vieja camiseta suya, se revolvía inquieta en una esquina de la cama; las almohadas y las sábanas habían caído al suelo y ella se acurrucaba sollozando de tal forma que no quiso imaginar la clase de pesadillas que la acosaban.

Tal vez era una bruja, quizás se merecía todos aquellos malos sueños, pero Fabio no pudo evitar atravesar el cuarto en una fracción de segundo y en menos tiempo aún se sentó en medio de la cama y la arrastró hacia su cuerpo, acunándola y tratando de despertarla.

— Valentina. — le susurró apoyando la rubia cabeza contra su pecho y acariciándola con suavidad — Valentina, despierta. ¡Valentina! — la sacudió con vehemencia hasta que abrió los ojos, sobresaltada, con los labios temblorosos, la mirada perdida y las manos aferrándose con inusitada fuerza a su playera — Ya está bien, no pasa nada. Es solo un mal sueño.

Y eso era, un mal sueño que seguía prolongándose todavía, incluso después de veintidós años tratando de evadirlo. Se apretó aún más contra el cuerpo de Fabio y no pudo evitar recordar a Thomas, él también solía calmarla después de una pesadilla, solía abrazarla y animarla, pero Thomas se había ido demasiado pronto, y nunca había despertado en ella las cosas que aquellos brazos de Fabio envolviéndola le hacían sentir.

Sabía que él no tenía la mejor opinión de ella, pero aun así había ido a tranquilizarla, aun así estaba acariciando su cabello y regando su cabeza con cálidos besos.

— Tranquila, todo está bien. — murmuró contra su oído mientras le secaba las lágrimas — Cálmate, no estás sola.

Valentina lo miró lentamente a los ojos y supo que era cierto, no estaba sola, de alguna manera que no podía explicar aquel hombre la hacía sentirse a salvo.

Eso era justo lo que necesitaba y estaba a punto de terminar.

Dentro de un mes Annie sería mayor de edad y ella escaparía. Pero hasta entonces quería seguir sintiéndose así, quería tener aquellos brazos a su alrededor, aquella boca febril sobre su boca.

“¿Por qué no?” – se dijo, después de todo el orgullo era un lujo del que había podido hacer uso en muy pocas ocasiones.

— Fabio… — murmuró despacio, recorriendo con su aliento la curva tensa del cuello masculino — Por favor… hazme el amor.

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